sábado, 19 de enero de 2008

Efecto mariposa

El testimonio de la tele era crudo. Una mujer joven, otrora elegante en traje caqui y sandalias haciendo juego, mostraba un evidente estado de nervios alterados: “fue de repente, ni siquiera se oscureció el cielo. Yo escuchaba gritos mezclados con risas por eso no me preocupé tanto. Dos segundos después, pasé frente a una vidriera y ví el desastre -dice mientras habilita al camarógrafo para hacer un paneo por su atuendo, ya no sólo caqui sino lleno de caquitas de palomas, decenas, muchas caquitas-. Se me hizo un nudo en el estómago, porque iba a una reunión de directorio. Pero cuando vi que a mi alrededor había otros como yo, de alguna manera me sentí acompañada en el sentimiento” -concluye más aliviada pero con signos de maquillaje corrido por las lágrimas.

- Esto parece el fin del mundo, es verdad eso del clima -comenta la abuela Dorita a nadie que la escuche, sentada como todas las tardes frente al televisor.

Era la hora de la novela de las seis, pero la primicia obligó a interrumpirla para tener informada a la ciudadanía sobre el flagelo que estaba asolando a la ciudad. Como suele ocurrir con estas noticias de último momento, la novedad está al instante pero la verdadera información brilla por su ausencia. Apenas se sabía que alrededor de las cinco, cinco y media de la tarde, por la zona del microcentro, una bandada muy numerosa de palomas había decidido literalmente “cagarse en la ciudad”. Por supuesto que todo estaba en dudas y el potencial era el tiempo verbal predominante: habrían sido palomas aunque se estaba estudiando la posibilidad de que fueran otros pájaros venidos de otras latitudes; habrían hechos sus deposiciones pero también podría haber sido una forma de vómito ya que al ser aves desconocidas bien podían tener hábitos desconocidos. Sería la primera vez que ocurría un hecho semejante aunque los enfervorizados buscadores de archivos (y por suerte con internet hoy todo se soluciona más rápido) habrían encontrado testimonios de un hecho similar en Capilla del Monte en el año 54. Esto último generaba sus dudas por las diferencias de clima y por las conocidas propiedades del terreno cordobés, tan caro a los amantes de los fenómenos paranormales. Y también abría muchos interrogantes: ¿estaba siendo Rosario elegida como escenario de prácticas esotéricas?. Los peces muertos en el Paraná, ¿tendrían alguna conexión con esta especie voladora?. ¿Alguien estaba ocultando, o peor aún, adulterando los índices de polución de esta ciudad “libre de humo”?. Muchas preguntas que no hacían más que angustiar a Dorita, que a sus 77 años había visto cosas inimaginables, pero nunca algo como esto.

- Es de no creer. ¿Viste que lo de las papeleras no era un cuento?, son todas porquerías que nos terminan envenenando a nosotros -tronaba la abuela.

- ¿Pero qué tienen que ver las pasteras, Dora?

- ¿Cómo qué tiene que ver…?

- ¡Shhhh, a ver cállese un cachito!. Ponga más fuerte que quiero escuchar a Novarescio.

“Uno creía que después de la pedrada, lo único que podía sorprendernos era una nevada. Pero no. Esto que usted ve señora, yo le juro, es caca de palomas. Digamos mejor de ave, porque ahora está en duda de que verdaderamente sean palomas. Yo les voy a mostrar, si me seguís con la cámara, cómo quedó la ventana de mi estudio. Mirá, de no creer, te da para reír si no fuera que realmente no sabemos por qué fue y si puede volver a ocurrir…”. Mientras el doctor Novarescio relataba su experiencia con un tono enfáticamente despreocupado, la cámara se paseó obsesiva por el antiguo ventanal del edificio ubicado en Maipú y San Lorenzo, mostrando como al descuido la plaqueta de bronce que resultó un aviso gratuito del estudio jurídico del abogado y periodista. Los diseños de vitraux se confundían con manchones de varios colores dentro de una paleta de ocres, grises, violetas, verdes amarillentos y blancos. Lo del vitraux podía pasar como un diseño postmoderno, pero llamaba la atención el frente blanqueado hacía poco y que ahora daba un aspecto incuestionable: estaba todo cagado. En su recorrida la cámara enfocó uno de los detalles arquitectónicos del edificio de principios de siglo pasado. Los ornamentos más delicados se habían salvado del ataque por estar al resguardo, debajo de un balcón que cubría todo el frente. Había sin embargo un encuadre para destacar: una de las esfinges del costado, compuesta por una cabeza de león con la boca abierta sobre un rostro humano, mostraba una imagen poco elegante. Restos de las deposiciones se habían chorreado hasta alcanzar las fauces del felino que parecía derramar una baba verdosa hasta el rostro apolíneo, por el que ahora seguía su camino a través del lagrimal, generando así una extraña estatua de piedra llorando lágrimas fecales. Para culminar la nota, la lente se ensañó con un desorientado ejemplar de paloma (esto sí que estamos en condiciones de asegurarlo) que si alguna vez había encarnado el símbolo de la paz llevando su ramito de olivo y el del heroísmo por su capacidad de transmitir mensajes improbables en la era pre-e-mail, hoy estaba en el centro de la tormenta, sindicado como el enemigo número dos de la metrópoli, detrás del flagelo de la inseguridad.

- A mí me dijeron en la escuela que las palomas te transmiten una enfermedad re grossa -ilustró Nahuel, que ahora se sumaba a la reunión familiar en torno al testimonio del doctor Novarescio-. Torsoplasmosis o algo así.

- Toxoplasmosis, bruto -corrigió sin diplomacia la hermana mayor que salía del baño desenredándose el cabello recién lavado-. Pero eso es de los gatos, ¡qué tienen que ver las palomas!

- Sí, toxoplasmosis también pueden transmitir, entre otras tantas enfermedades -dijo el doctor Novarescio que parecía querer meterse en la conversación aunque en realidad estaba ampliando su informe para la tv-. Pero es mejor no entrar en pánico, escuchemos a un especialista…

- Viste nena, ¡¡qué sabés vos!!!

- Mmmmm -se mordió los labios Ayelén no aceptando ni siquiera la investidura de la ciencia-. Está mal eso, dicen cualquier cosa.

- ¡La pueden terminar que no se escucha nada! Suba un poquito Dora que estos pibes me tienen re prodrida.

La televisión seguía educando: “La toxoplasmosis está entre las dolencias que pueden transmitirse a través de las palomas, especialmente a través de las heces…”

- No te digo -se metió la abuela- una peste…

- ¡¡Shhhhhh!! -se desesperé la nuera- ¡¡¡que no escucho!!!

“Podemos hablar también de clamidiasis, salmonelosis. La verdad es que no queremos ser tremendistas pero son animales que por sus características de alimentación y modos de vida transmiten muchas enfermedades…”. En la parte más dramática del informe se abrió la puerta de calle.

- ¡Palomas del orto, que bichos de mierda! –con la llegada de Roberto, el padre de familia, se completaba el cuadro familiar en torno a la televisión que informaba sobre la catástrofe. En esos momentos no hay nada como estar reunidos en familia: puede terminar el mundo ahí mismo que uno se sentirá más protegido, más seguro. Aunque Roberto hubiese llegado del trabajo con el peor de los humores, en un día insoportable que añadía malestar a ciertas incomodidades que venía acarreando hace días-. ¡No sabés cómo me quedó el auto!

- ¿Qué, te lo agarraron? -saltó Marcela, en un sorpresivo arranque de amor por el auto.

- ¡Podés creer que estaba esperando al gordo a que saliera de la agencia porque al pelotudo se le ocurrió jugar un número a la quiniela!. Y como no había lugar para estacionar me quedé en doble fila, campaneando que no vinieran los zorros. ¿Vos podés creer que justo cuando estaba pensando que lo tenía que lavar cae una cagada del tamaño de un huevo frito en el capot?. Y yo me salvé porque de la calentura que me agarró iba a salir del auto, no sé a qué mierda porque no la iba a perseguir a la paloma, pero bueno, yo iba a salir del auto y justo venían un montón y no pude. Y por eso no estoy todo cagado, porque me quedé adentro. Y te juro, yo nunca vi nada igual, ¡¡¡me agarró un cagazo!!!. Porque parecía que se venía el tsunami, no sé, era rarísimo, porque el cielo estaba bien, medio nublado, pero no había tormenta ni nada, tampoco esa humedad de mierda que te morís, estaba lindo. Pero empezó a llover mierda, así nomás. Pero no cuando uno dice “llueven soretes de punta”, no, ni ahí, cagadas, muchas cagaditas de palomas. ¡¡Te juro que si tenía una metralleta ahí nomás las hacía bosta…!!

[Nota de la redactora: Hago un paréntesis para aclarar que no estaba en mis planes hacer un texto soez; sólo estaba describiendo la situación familiar una tarde singular en un departamento céntrico de San Juan y San Martín. Pero en vista de tanto lenguaje profano me he detenido a analizarlo un poco. Y ahora que lo pienso es comprensible la desesperación y el encono de Roberto teniendo en cuenta el mal que lo venía aquejando hace días: la constipación. Parecía querer reemplazar su imposibilidad de defecar por un vocabulario que, al menos simbólicamente, le permitiera la evacuación. De todos modos no es mi intención hacer un análisis pormenorizado del discurso ya que carezco de elementos suficientes. Sigamos, mejor, con el relato].

- No digas así, hijo, qué culpa tienen…

- Cómo qué culpa tienen mamá, ¿¿ vos sabés lo que cuesta la pintura del coche??. Encima yo no sé que comen las desgraciadas pero parece ácido lo que cagan, te hacen mierda el auto.

- ¿El seguro no te lo cubre?

- ¿Pero dónde viste que te lo aseguren contra cagada de palomas?. Pero haceme el favor Marcela, ¡decís cada boludeces vos!

- ¡Y qué se yo! Tendrían que tenerlo previsto…

- Sí, claro, seguro. A ver qué dice este estúpido, poné más fuerte mami.

El locutor repetía una y otra vez que querían ser prudentes, que no pretendían levantar falsas alarmas, pero el tono de su voz contrariaba sus palabras. Seguían pronunciándose en tiempo potencial, pero ahora la investigación parecía más profunda. “Se habría confirmado que efectivamente fueron palomas las que provocaron el incidente, de la variedad Columba Livia, consideradas hasta ahora una especia inofensiva. Se desconocen las causas que pueden haber llevado a estas aves a atacar de esta manera la ciudad. Nuestra intención no es sino traer luz a este fenómeno, pero no queremos dejar de escuchar todas las voces que tienen algo para aportar”.

La televisión local era un festín: todos los movileros se sacudieron la modorra de una tarde como cualquier otra y salieron excitados a la caza del testimonio de color, la anécdota más curiosa, el dato más esclarecedor. Lo que sigue es apenas un muestrario:

. el noticiero del cable improvisó un living con “especialistas” en palomas, enfrentados en dos posiciones casi irreconciliables: los sanitaristas por un lado, que detallaban una a una las enfermedades y podredumbres que esos bichos podían transmitir con una simple deposición; en el otro rincón estaban los conservacionistas que defendían a capa y espada a esta especie que destaca por su fidelidad y sentido de la monogamia.

. canal 3 se sumó a la convocatoria de SoPAnACa (la Sociedad Protectora de Animales Abandonados en las Calles), que cuenta con el padrinazgo del dr. Coscia, a una sentada (con paraguas por las dudas) bajo el lema “Todos somos palomas”.

. canal 5 cubrió casi en exclusiva el accionar de grupos extremistas que atentaron contra el palomar del parque Independencia (se sospecha que había infiltrados de la hinchada de Rosario Central) y de grupos más radicales que se las agarraron también con el edificio de Colón y Mendoza, familiarmente conocido como la pajarera.

- Vos sabés que yo le decía a Elvira que las palomas andaban raras -siguió hablando Dorita, que sin conseguir la atención de su familia le hablaba al caniche. – ¿Viste cuando te miran distinto?, hoy en la plaza parecían otras -trataba de interesar a la mascota.

- ¿Eh? ¿Qué abuela? ¿Me hablás a mí? -preguntó Nahuel mientras se corría el auricular del mp3

- ¡¡¡Shhhhh, che!!!, ¿¿¿me van a dejar escuchar??? -se desesperaba Roberto que buscaba identificarse con alguno de los testimonios-. ¡Marce! -pidió a su esposa- ¿me preparás un té con ese menjunje a ver si me hace algo?. Hace tres días que no voy al baño…

- Nena, ¿¿¿cuánto vas a estar en el baño??? - gritaba Nahuel a su hermana, sin sacarse los auriculares.

- No si yo le decía a Elvira -seguí monologando la abuela- pero ella decía que no. Que estaban como todos los días, pero para mí comían como más desesperadas. ¿Será que sabían algo del fin del mundo? Viste que los animales son más perceptivos… No es que yo sea especialista, pero de pasar todos los días es como que uno las va conociendo… Ah, no sabés que lindo quedó el Bernardino con la rampa nueva…

- Nene, ¡¡¡dejame de romper!!! ¡¡Yo salgo cuando quiero!!. ¡¡Mamááááá, Nahuel quiere entrar al baño!!

- Rober, ¿dónde pusiste la bolsita del té?, no la encuentro…

- Fffff –resopló Roberto- pero me cago en la gran p… otra vez… ¿Mamá, vos estuviste ordenando?

- ¿Que cosa?. Yo no toqué nada, siempre lo mismo, ¡el desordenado sos vos y me echás la culpa a mí!. Shhh, cuchá.

Último momento, ahora las palomas cagadoras estaban asolando la zona del parque Independencia y hasta se habrían ensañando especialmente con el gusano loco del parque de diversiones. Ampliaremos. El zapping desesperado mostraba un canal de Buenos Aires que ya se había echo eco de la noticia y consultaba a nuevos especialistas.

- ¿La biblia dice algo acerca de alguna plaga de palomas defecando sobre las ciudades? -quiso saber un movilero fantasioso increpando a un representante la iglesia.

- La verdad que no –reflexionó el prelado-. Pero podría interpretarse como un llamado de atención frente a la indiferencia que mostramos hoy en día hacia todos nuestros hermanos, incluyendo a las palomas. Tal vez quieran llamarnos la atención y decirnos: acá estamos, nosotras también existimos, somos las representantes de la paz, pero nadie nos tiene en cuenta como nadie tiene en cuenta la paz.

- Mamá, ¿vos estás segura que no guardaste el paquete del té?

- ¿¿Otra vez?? ¡Yo no toqué nada! ¿Qué soy, tonta yo?

- Bueno, no te enojes, pero no lo encontramos. Siempre desaparecen las cosas en esta casa.

- ¡¡Pero qué espamento que hacés!! ¿Qué bolsa?, ¿ésa que trajiste ayer?. Está ahí, al lado de la lata verde…

- ¿Esta lata? Acá no está mamá, lo único que hay es el alimento que les das a esas palomas del orto…

- ¿¿¡¡Qué alimento!!?? Si lo terminé esta mañana con la Elvira en la plaza. Me quedó un poco, porque era una bolsa enorme, pero había unos nenes de la escuela que se iban para el parque y se lo dimos a ellos…

- Mamá… ¿cómo era la bolsa…?

- Amarilla, con rayitas…. ¿Qué pasa?

- Mamá… -dijo Roberto, bajando el tono porque había asistido al momento en que todo se comprende, al momento en que se unen las puntas de un mismo lazo; el momento en que el terremoto reconoce su génesis en el aleteo de la mariposa- ésa era la mezcla que me dio el médico para hacerme el té… laxante…

En la tele seguían cubriendo el flagelo de las palomas. Terminaban de anunciar un nuevo “repelente anti palomas asesinas” al tiempo que daban paso sobre un informe que hablaba sobre la posibilidad de un nuevo método de atentado terrorista, que irónicamente utilizaba a las representantes de la paz para una otra guerra en occidente. Y se especulaba con que Bin Laden podía ser el cerebro de la operación.

Fastidio

El calor te enceguece. Es imposible pensar con claridad, ver las cosas en su exacta forma cuando el termómetro parece a punto de explotar y de los azulejos brotan gotas engrasadas y el aire no alcanza y el resplandor duele en las pupilas y la piel sabe a rancio.

En otras circunstancias Martín hubiera dicho adiós y punto. Con algo de resentimiento, el orgullo herido quizás, pero no habría sido más que otra ruptura en su lista. Esta vez, en cambio, el calor le había atrofiado la capacidad de razonar. Hubo cortocircuito y la chispa salpicó sangre. La noche anterior él sólo pensaba en la huída. Tan harto estaba del mal humor de su mujer, de sus antiguas pretensiones, de sus nuevos caprichos. Todo se había ido acumulando de manera incontrolable hasta llegar a esa situación sin salida. Tan sólo quería irse, abandonarla. Pero a último momento tuvo que desechar el plan. O mejor dicho, cambiarlo.

Ya se había acostado y trataba de dormir cuando Clara entró al dormitorio muy decidida, haciendo ruido a propósito para que él la oyera aunque balbuceando apenas para que él no la escuchara del todo. Martín sentía sus rumiantes palabras como entre sueños y poco a poco entendió que escaparse no sería la mejor opción. Clara gemía casi en silencio, pero de una manera tan suplicante que Martín no pudo evitar explotar:

- ¡¡¡Pero qué te pasa ahora, ¿por qué llorás?!!! - casi le gritó en la cara, fastidiado.

Ella ahogó más sus sollozos pero no pudo reprimir un sobresalto que terminó en un llanto más profundo, desgarrado, desbordado. Él intentaba mantenerse al margen porque no quería entrar nuevamente en su juego. Sabía que si aceptaba el papel de consolador, perdería la posibilidad de alejarse. Y ése era su único objetivo. Apenas si pudo ir descifrando, entre palabras entrecortadas, lo que ella decía: yo sé que me querés dejar, cómo se llama ella, yo se que te vas a ir, si te vas me mato.

Martín cerró los ojos, como si con ese gesto pudiera tapar sus oídos. Lo había dicho una vez más, había vuelto a sus amenazas de suicido, a cargarlo a él con las culpas, a hacerlo responsable de alguna posible desgracia. Mientras ella desenvolvía su antiguo discurso de mujer no comprendida que había sido humillada, él se limitaba a mirar el techo, a seguir con la vista las aspas del ventilador moviéndose al compás de un sigiloso girar, con un ruidito apenas, producto seguramente de algún tornillo reseco, habría que hacerle algún service, ya está viejo el pobre, pero por lo menos nos zafa de este calor espantoso que no da tregua y encima anuncian más calor para mañana, habría que cambiarlo por un aire acondicionado. Los pensamientos se le confundían con el remolino de palabras que venían de su mujer, que ahora había dejado atrás el rol de desdichada para representar el de despechada, sin perder el tono amenazante, siempre lo mismo, dando las mismas vueltas, como el ventilador, pero el ventilador por lo menos algo refresca, ella me asfixia.

Al despertarse y ver que Clara aún dormía profundamente (de algo sirven los calmantes que no la calman pero la duermen) aprovechó para ejecutar su salida temprano y sin hacer ruido. Con la intención de no alterarla demasiado dejó una nota sincera y afectiva donde le contaba que iba a pasar el sábado con Carlos, se iban en la lancha a pescar, “si nos va bien cenamos pescado y si nos va mal llamamos al delivery, un beso”. La nota dejaba un beso al final, aunque hiciera tanto que no se daban besos ni húmedos ni secos, ni siquiera en papel. Dejó todo en el orden necesario para no despertar la más mínima sospecha: la ropa desparramada, las herramientas en su lugar, la plata guardada. Preparó el equipo de pesca y salió de la casa sin volverse a mirarla ni un solo momento, que lo de las estatuas de sal no son sólo cuentos bíblicos.

Clara se despertó sofocada entre sábanas pegajosas. Era casi mediodía y Martín había apagado el ventilador al irse. Sintió fastidio cuando vio la nota sobre la almohada, pero no llamó al celular de su marido ni al de Carlos. Hacía mucho que ese amigo se llevaba casi todo el tiempo libre de Martín y después de todo prefería que saliera por un día a que la abandonara para siempre. De todos modos, fiel a sus manías y víctima de sus miedos, revisó los cajones para asegurarse de que no se había llevado nada de valor. Ahí estaban sus tarjetas de crédito, sus documentos, toda su ropa. Efectivamente había salido de pesca. Raro en un día de tanto calor, solían salir de madrugada o por la nochecita, pero a lo mejor era un pretexto para ir a navegar en la lancha de Carlos, ojalá me hubieran llevado, acá no se puede estar, pensó con desgano. Comió algo liviano, se dio una ducha y volvió a la pieza a tratar de ver una película, pero se quedó dormida a los pocos minutos. Siempre lo mismo, de noche casi no podía conciliar el sueño y de día se dormía en cualquier lado. Muy profundamente; por eso no escuchó cuando el ventilador empezó a hacer ruidos raros.

El camino de vuelta era un infierno, eran muchos los que habían decidido salir a pasar el sábado al río y parecía que a todos se les ocurría volver a la misma hora. Rosario está imposible, pensaba Martín, creció demasiado y ya no hay lugar para todos; dentro de poco se van a tener que demoler edificios para construir playas de estacionamiento. Más cemento, menos verde, más calor. El asfalto todavía desprendía tufos aunque el sol estaba empezando a caer. Martín lo veía todo como desde una cápsula porque dentro del auto tenía el aire acondicionado funcionando y la temperatura era ideal. Ahí se podía pensar mejor y eso lo hizo recapacitar camino a su casa. No fue exactamente remordimiento lo que sintió pero sí una cierta inquietud de no haber planeado bien las cosas. La decisión había sido producto de un fastidio superlativo, leudado al tórrido calor de la noche, los mosquitos, el aire viciado. La cosa podía salir mal y no en el sentido que muchos le darían al término. El daño podía ser sólo parcial y entonces ella podía quedar lisiada, paralítica, sin un brazo y él tendría que cuidar de ella para siempre, cómo abandonar a una tullida en su peor momento. Eso, sin pensar que todo podía resultar aún peor y ella salir sin un rasguño, pero fortalecida del trance, sospechar con creces, denunciarlo y terminar sus días a la sombra.

Paró el auto a una cuadra de la casa, apagó las luces y trató de adivinar la situación mientras se deslizaba por el asiento para no dejarse ver. No prendió el celular, prefirió dejarlo como todo el día: apagado. Igualmente podía alegar falta de señal o batería. El tumulto y la ambulancia le daban indicios de que el plan había funcionado, en parte al menos. Pero todavía desconocía el verdadero alcance de sus logros. Le costó saber si se trataba de su final o el de ella.

En las semisombras del atardecer el corazón empezó a latirle con fuerza, parecía seguir el ritmo de las luces de la ambulancia que aún estacionada, mantenía la sirena encendida. Vislumbraba rostros vecinos, caras de espanto, movimientos nerviosos. Se obligaba a guardar la calma pero las luces intermitentes lo irritaban demasiado. Girando sobre su memoria volvían algunas imágenes sueltas que lo estremecían: ella llorando, ella durmiendo, él aflojando los tornillos, el cablecito rojo que quedó a la vista. La incertidumbre lo torturaba y con el auto detenido el aire fresco empezaba a escasear. Prendió la radio bajito para despejarse o aturdir tal vez sus pensamientos y reparó en la inmensa luna llena que tenía sobre los ojos. Cuando bajó la vista observó perplejo la escena macabra que lo alivió. La camilla que transportaban los de la ambulancia, abriéndose paso entre los concurrentes que se santiguaban espantados, estaba totalmente cubierta con una sábana manchada de rojo carmesí. Todo el cuerpo cubierto, incluso la cabeza. Respiró hondo mientras se apoyaba en el respaldo del asiento. Sus miembros se aflojaron y en la cara apareció un sonrisa tímida y cínica. Puso el auto en marcha para hacer la recta final. Por suerte en la radio el pronóstico anunciaba descenso de la temperatura.

El naufragio

Se acercaba la hora, él iba a llegar de un momento a otro. “Ojalá que esté un poco más calmado hoy” deseó ella, que todavía tenía el cuello dolorido. Estaba tan adiestrada en esto de oler el peligro que podía intuirlo a diez cuadras de distancia. Aunque de poco le servía, apenas para atajarse mejor. Ni siquiera podía refugiarse en la luz del día: daba lo mismo la mañana, que la tarde o la noche. La furia no contempla horarios.

Mario estaba un poco más calmado, sí, pero igualmente borracho. Tanto que ni siquiera podía mantenerse en pie. Cuando lo vio aparecer tambaleante en la entrada de la casa se metió al baño y abrió la ducha simulando estar bajo el agua. Sabía lo mucho que él la odiaba, al agua.

-Gorrrrdaaaae –gruñó al otro lado de la puerta – no tardés gorrrdaaa.

Fue todo lo que dijo en medio de balbuceos incomprensibles mezclados con eructos. Ella recién salió del baño cuando escuchó el silencio. Se apoyó en el marco de la puerta del dormitorio y lo miró ajena, como se mira un cuadro: estaba tirado en la cama, profundamente dormido, con el cierre del pantalón bajo y la camisa desabrochada cayendo en cascada a los costados de su enorme panza. Cuando lo veía así, indefenso, le llegaba el alivio. Pero también se le juntaban el odio y la bronca, ésos que frente a él y su prepotencia se le evaporaban como la niebla. Ahora todo era posible para ella. Parecía tan fácil. Esperarlo detrás de la puerta con el palo de amasar hubiera sido lo más sencillo porque estaría con la guardia baja, como ahora. Nada más que un golpe seco en el punto exacto. O también ahorcarlo con su propia cadena de oro mientras dormía, aunque tal vez no fuera tan resistente. Asfixiarlo le parecía mejor, pero temía no llegar al final antes de que despertara.

Temblando de miedo, pero con la firmeza de quien no teme ir al infierno, porque ya lo conoce, fue hasta el pasillo y soltó la soga que ataba al perro. Lo dejó ir, acariciándolo suavemente para que no ladrara. Cortó la soga en dos con la cuchilla de la cocina y se acercó, con sogas y cuchilla, a la cama donde Mario dormía. Sabía que el vino barato le garantizaba un sueño bastante profundo para trabajar tranquila pero los ronquidos entrecortados y retumbantes, como estertores, le sobresaltaban el pecho. Dejó la cuchilla sobre la mesita de luz por las dudas y se concentró en el brazo derecho. Rozando apenas la piel, rodeó la muñeca con la soga calculando el futuro movimiento del condenado y la anudó con toda su fuerza al listón de la cama. Sigilosamente, aunque seguida por el eco de sus pasos o los latidos del corazón (no podía discernir), fue hasta el otro extremo de la cama y trabajó sobre el brazo izquierdo con la misma dedicación.

El sol estaba bajando y empezaba a entrar por una rendija de la persiana. Si se dejaba estar, los próximos rayos amenazaban con posarse sobre el rostro del durmiente y despabilarlo. Tuvo el impulso de ir a tapar la entrada de luz pero en su lugar y como tomándose por sorpresa a ella misma, se aferró a la almohada que estaba junto a la cabeza de Mario y se desplomó. Ella sobre la almohada, la almohada sobre Mario. Mario, bajo la almohada y el peso y el odio de ella, se sacudió como si tuviera convulsiones, moviendo desesperado los brazos que, atados a la cama, pugnaban por liberarse.

Ella no se movió, parecía anclada a una balsa en un naufragio. Su cuerpo se estremecía por el oleaje del hombre furioso y desesperado, pero ella estaba decidida a no hundirse. Cuando el mar de Mario se aquietó, hubo apenas unos segundos de calma, minutos, horas, imposible medirlo. Una calma de incertidumbre en los que ella no aflojó ni por un momento su cuerpo alerta. Cuando comprendió por fin que el movimiento había cesado para siempre empezó a sentir un leve temblor que desbordó su mar interior. Lloró sobre su marido muerto por última vez.

Sobre el cadáver aún tibio se juró por ella y por sus cuatro hijos que nunca más volvería a derramar una sola lágrima por ese desgraciado que le había arruinado la vida a todos, que le había llenado de moretones el cuerpo y también el espíritu; que le había destruido a sus propios hijos lo más sagrado que uno tiene, la infancia. Ahora eran libres y ése no era motivo para llorar. Esto era sólo un desahogo, tanta bronca acumulada, tanta angustia.

Se levantó con dificultad, apoyándose en el pecho inerte y retiró la almohada. Miró con un poco de lástima la última expresión de su víctima y lo cubrió con la sábana. Tenía que apurarse antes de que llegaran los chicos del cumpleaños del primo Andrés. No quería que lo vieran así. Llamó por teléfono a la policía, dijo escuetamente “acabo de asesinar a mi marido, vengan rápido por favor” y dio la dirección exacta. Estaba tranquila porque había escuchado muchas veces en la televisión que si ella demostraba que era mujer golpeada le podían bajar la pena y hasta evitar la cárcel. Y muestras tenía de sobra. Besó a la virgencita que estaba en la mesita de luz, tomó la cuchilla y se fue a la cocina a esperar su destino inexorable.

Entretanto preparó mate cocido y tostadas, doraditas y crujientes. Se asomó a la ventana para identificar el ruido de un auto que estacionaba pero los rayos plateados del sol que atardecía la cegaron repentinamente. Todavía no se había recuperado del encandilamiento cuando la sobresaltó un grito inesperado y conocido:

-¡¡¡Qué mierda se te quema ahora, inútil!!! ¡¡Traeme el mate,¿querés?, que se me hace tarde !!

-Ay, sí, gordo, ya voy – dijo con un hilo de voz, inexpresiva.– Siempre la misma tonta, no sirvo ni para hacer tostadas.