domingo, 17 de agosto de 2008

El verso

- ¿Ocupación? – preguntó la empleada obedeciendo los casilleros en blanco del formulario.

- Poeta – respondió convencido y orgulloso.

A continuación venía esa expresión tan esperada: una mirada a mitad de camino entre la incredulidad y la burla; una mueca que se debatía entre la sonrisa franca y la carcajada reprimida. Apenas unos segundos de silencio que Sixto aprovechaba para sostener la vista fija en su interlocutor, como un desafío. Actitud estoica que confirmaba su seriedad. La situación se repetía con frecuencia, porque eran pocas las veces en que Sixto podía nombrar su oficio sin exponerse a la hostilidad ajena. Sólo en ocasiones, en alguna reunión extravagante o alguna tertulia con pares, su dedicación a los versos era considerada como natural y hasta encomiable. Pero por regla general declarar la poesía como profesión provocaba un efecto desconcertante.

Cuando terminó el trámite de su pasaporte, se dirigió al café donde acostumbraba a pasar sus mañanas y sus noches desde hacía unas semanas, envuelto en ese universo creado a su imagen y necesidad. Por lo general las mañanas solían ser solitarias, a diferencia de los atardeceres, que lo encontraban en compañía de sus nuevos amigos, casi sus discípulos, a quienes deleitaba recitándoles sus poemas e ilustrándolos con sus conocimientos de historia, literatura y ciencias.

Por eso lo sorprendió que esa misma mañana, cerca de las 11, apareciera por allí el Negro trayendo bajo sus brazos unos cuantos libros. Lo de los libros no era de asombrar, porque desde que Sixto empezó a hacerse su amigo, había ido despertando en él el gusto por la literatura. Lo extraño era su cara sombría, su expresión dura e inflexible. Aún sabiendo que no tendría eco a su saludo, Sixto le dedicó su acostumbrada sonrisa:

- Dichoso el sol y mis ojos de verlo por aquí.

El Negro no contestó y sin sentarse abrió sobre la mesa uno de los libros que traía consigo. Sixto se dedicó a sostener el mutismo, levantando su mirada hacia el Negro con ojos llenos de resignada calma.

EL Negro José y Sixto se habían conocido unas cinco semanas atrás. Sixto, recién llegado del extranjero, más precisamente de Inglaterra aunque su lugar de nacimiento fuera Colombia, había estado viajando por algún tiempo. Ahora su escala en Buenos Aires lo estaba reteniendo por más tiempo del que había pensado. A los pocos días de llegar, mientras recorría esa ciudad que lo deleitaba, pasó por uno de esos bares donde el humo es más espeso que la noche y los clientes (en su mayoría hombres) se entretienen con menesteres tales como el billar o los naipes. Se detuvo un instante en el cartel que anunciaba: “Bola 8, café-bar-billar”, entró y se sentó en una de las banquetas de la barra; pidió un whisky doble y encendió un cigarrillo. No había nada en Sixto que desentonara con el lugar: su edad, cercana a los 40 años, su vestir sin estridencias, sus maneras gentiles pero escuetas; nada en él era incongruente con su alrededor. Después de comprobarlo con un paneo general, su mirada se detuvo en el hombre sentado a su lado, embobado sobre un vaso de cerveza.

- ¿Tratando de ahogar las penas en alcohol? – preguntó tratando de no impostar mucho su voz. Seguía mirando hacia la barra, pero sus palabras se encauzaban directamente hacia su vecino, que asintió con un resoplido.

- Sí, algo así…

- Pero no se crea que es así tan fácil, las penas saben nadar muy bien.

La respuesta le pareció ingeniosa al hombre que ahora mostraba una involuntaria sonrisa en su rostro.

- Si lo habrán arruinado, para estar tan seguro...

- Con una sola vez basta y sobra – contestó, ahora mirándolo y estrechándole la mano – Sixto Guerra, encantado.

- José González, pero me dicen el Negro.

Aquella noche fue casi una charla de rutina en cualquier bar a las dos de la mañana: dos extraños se habían contado los penas más hondas, casi animándose a llorar, creyendo tal vez que la luz del día borraría los recuerdos de borrachera y también al forastero que las había escuchado. Pero Sixto regresó la noche siguiente y el Negro, que ahora estaba sobrio y junto a sus amigotes de la barra, se sintió un poco confundido cuando lo vió entrar en dirección a él.

- ¿Hoy estamos mejor, compañero? – preguntó el escritor con una familiaridad un poco forzada.

Los hombres detuvieron el partido de billar, se apoyaron sobre los tacos y miraron al visitante.

- Seee, un poco mejor. Todo pasa. – Y dirigiéndose a los demás agregó – Muchachos, les presento a Sixto Guerra, un .... amigo.

Estuvo a punto de decir “un poeta amigo” pero se frenó a tiempo. ¿Desde cuándo él se juntaba con poetas? iban a pensar sus pares y con razón.

- Este partido lo tenemos casi liquidado, ¿se prende en el otro? – lo animaron desde el grupo.

- No, gracias, no tengo la menor idea de cómo se juega. Pero me gusta mirar.

Sixto se sentó en una mesa cercana, pidió una vez más un whisky y terminó el cigarrillo que tenía en la mano. Poco a poco, como atraídos por un imán, los amigos del Negro y el Negro incluido, fueron rodeando al curioso personaje. Esa velada sirvió a modo de introducción sobre la singular vida de Sixto: el despertar a su pasión por las letras cuando era apenas un adolescente, sus viajes por el mundo y sus dos libros publicados. El silencio de la barra era elocuente. Para ellos había sólo dos posibilidades: o ese hombre estaba un poco chiflado o era un avivado, porque a quién le iba a querer meter el cuento ése de que se ganaba la vida escribiendo, si eso no era un trabajo y mucho menos rentable. Así que la falta de conversación de los presentes se fue reemplazando por ciertas miradas cómplices, con esa sorna que intenta disimularse pero termina siendo más burda y evidente. Sólo que las rondas de cerveza a cargo del extranjero aplacaban cualquier intento de mofarse abiertamente de él.

Cuando Sixto se despidió con un “hasta mañana muchachos”, dando a entender que al día siguiente estaría dispuesto a seguir pagando cervezas a cambio de que lo escucharan, los camaradas no esperaron siquiera a que saliera del boliche. El pelado Gómez, al borde de un ahogo por risa contenida, terminó escupiendo el último trago de cerveza en una carcajada que bautizó la mesa. Casi al unísono todos fueron sumándose en un coro desafinado y grotesco. Una vez aliviados, llegó la calma y el acuerdo no dicho pero compartido de seguir prestándole oídos al nuevo habitué: la víctima que habían elegido para sacudirse la modorra que los iba cercando noche a noche.

Sixto no los defraudó. En la noche siguiente continuó con el relato de sus peripecias, recitando además dos poemas, con un histrionismo que llamó la atención de todos. En el ambiente aún se mantenía una actitud de burla callada y era precisamente eso lo que más le atraía a Sixto: esas felicitaciones falsas, esa vergüenza ajena que nadie se atrevía a manifestar; todo eso le provocaba un disfrute mayor que la misma poesía.

Sin embargo y contra todos los pronósticos, Sixto fue convirtiéndose poco a poco en una especie de ídolo mundano. La reputación de un hombre suele ser directamente proporcional al tamaño de su billetera y en rigor de verdad, no fueron los versos los que propiciaron la aceptación general sino el lento descubrir de los parroquianos acerca de la vida más íntima del poeta. Con un estudio pormenorizado fueron entreviendo que sus pantalones eran del elegante corte, que sus cigarrillos, importados, que sus lentes, con marcos de marfil. Y lo que en principio pareció mera extravagancia pronto se convirtió en la constatación de que el personaje era además un hombre de fortuna. Su exquisita generosidad animó a aquellos hombres a aceptar de buen grado sus convites como quien acepta dichoso un regalo de la nobleza.

Fue entonces cuando la percepción cambió rotundamente.

No se manifestó de manera abierta. En forma paulatina casi todos empezaron a verlo como a un ser de clase y el perfil de un privilegiado. Una de esas noches alguien apartado de la masa burlona le dedicó su mirada interesada y una seriedad adusta. Cuando Sixto ya se había ido (habiendo recitado otros dos poemas) se atrevió a contradecir a la barra:

- A mi no me parece ningún piantado. Nosotros porque somos unos ignorantes, pero lo que ese tipo escribe a mi me gusta – lo dijo con un tono firme por demás, porque sabía la que se venía.

En efecto, los demás empezaron ahora a burlarse de él, a cargarle las mismas risotadas. Pero gracias a este episodio, en los días sucesivos Sixto notó que su auditorio estaba dividido. La sensación de burla ya no era absoluta y unánime, ahora sentía aplausos afectuosos y gestos admiradores. Poco a poco, algunos de los muchachos fueron acercándose por separado para hablar en serio y sin ocultamientos de su vida y su literatura.

Así fue como el “Bola 8” se convirtió lentamente en una especie de tertulia literaria en las sombras. Cada noche Sixto les recitaba algún poema (a veces repetidos, a pedido del público) y les hablaba de la vida de sus escritores favoritos. Ahora, entre el ruido de las bolas al entrar en las troneras se escuchaban los nombres de Borges, Pessoa, Homero, Whitman. Pero el que más sonaba era el de Sixto Guerra, porque para ese auditorio huérfano de lírica, su primer poeta era el más importante. Incluso, algunos de los presentes y a modo de homenaje, memorizaban sus versos para recitárselos:

- La corriente del tiempo se remansa y ordena

en las formas numéricas de un siglo y otro siglo.

Y la muerte vencida se refugia temblando

en el círculo estrecho del momento presente.

- “del minuto presente” – corregía él que detestaba que le cambiasen una sola coma de las poesías.

Sixto estaba definitivamente consagrado gracias a su estampa de dandy, ése que llamaba trabajo a su juego de enlazar palabras (“el sutil oficio”, solía decir) y disfrutando de la vida a través de los viajes, el whisky y los versos. La poesía se había convertido en la promesa de una vida mejor. Y así cada vez eran más los que se animaban a sentarse a la mesa del poeta. No era extraño ver que mientras esperaban su turno para hacer carambola, los muchachos practicaran en voz alta los sonetos de Sixto que después recitarían al propio autor:

“De viajes y dolores yo regresé, amor mío,

a tu voz, a tu mano volando en la guitarra,

al fuego que interrumpe con besos el otoño,

a la circulación de la noche en el cielo.”

O escuchar que entre grito de envido y truco, en lugar de las conocidas cuartetas ahora se esgrimían cosas como:

Duérmete sobre mi pecho

sin pena y sin amor...

en tu mirada acecho

el íntimo sopor

de quien sabe que la vida

es nada. Nada el goce ni el dolor.

Y por eso... canto FLOR.”

Entre todo ellos, el Negro se convirtió en el más fiel discípulo de Sixto, tanto que hasta averiguó para hacerse socio de la biblioteca del barrio y así poder leer algo de todo eso que escuchaba. Incluso llegó a mostrarle a Sixto (en secreto) algo que había garabateado para su novia. Y aunque creyó ver que a su mentor se le llenaban los ojos de lágrimas éste adujo que le había entrado un bicho en el ojo.

El mundo parecía hecho a la medida de Sixto. El día que llevó su último libro publicado y se animó a mostrarlo a todos, fue para él su consagración definitiva. Hay que decir que aunque los aplausos y vítores que surgieron al final fueron tan estruendosos como siempre, los concurrentes le seguían pidiendo que recitara sus otros éxitos, tal vez porque ya habían acostumbrado su oído a otras rimas.

Pero el idilio no podía durar mucho más. Por eso, aquella mañana, cuando el Negro apareció por el bar con esa mirada severa, Sixto comprendió que el juego estaba llegando a su fin. En las páginas por las que se abrió el libro resaltaban subrayados los versos que tanto habían declamado Sixto y los parroquianos, aquellos de “No nos une el amor sino el espanto;
Será por eso que la quiero tanto”, pero su autor no era Sixto Guerra, sino Borges. No hizo falta que el Negro abriera también los otros libros con los versos de Whitman y Lorca para confirmarle que la farsa había terminado.

El Negro seguía sin pronunciar sílaba, pero las venas de su garganta estaban tan hinchadas que parecían al punto de explotar por tanta palabra atragantada. Sixto optó por no provocarlo. Distendió un poco los músculos de su cara (ahora tenía una sonrisa, aunque mínima y amarga) y se levantó en silencio, despacio, como si temiera despertar a alguien. No valía la pena explicar nada, el Negro no lo entendería. No entendería su frustración por tener fortuna, pero no el don de la poesía; no entendería sus vanos intentos por que la gente amara sus propios libros tanto como los de un genio ciego; no llegaría siquiera a imaginar el dolor que le producía ver que los versos de cualquier iniciado (incluso los del Negro) podían ser aún más poesía que los que él escribía. No entendería su amargura por no ser un favorito de los dioses. El Negro, un hombre llano y transparente, no lo entendería. No todavía.

Eligió seguir en silencio hacia la puerta y decir, luego de dar una mirada final al bar, a modo de despedida:

- Yo ya estoy de más. Ahí está todo lo que necesitás – dijo, señalando con la mirada el libro abierto sobre la mesa - Fue un verdadero placer.

Sobre el final la voz se apagó. Salió del “Bola 8”, se subió el cuello del sobretodo negro, ése que le daba un aire de poeta maldito y caminó hasta su hotel a paso lento, seguro, derrotado y satisfecho.