lunes, 15 de junio de 2009

DIARIO DE VIAJE - Cataratas - Día 6

~ Un final de 24 hs.

Nuestro día empezó temprano otra vez: a las 6:00 estábamos arriba y luego de un baño bajamos con nuestros bolsos a tomar nuestro último desayuno buffet. Cancelamos nuestra cuenta (el uso de internet y una llamada telefónica más las bebidas de las cenas) y nos sentamos en el sofá a esperar a que llegara nuestro micro. Puntual como todos los días llegó a las 7:25 y fuimos camino a buscar al resto de los pasajeros. Una hora después, con el pasaje completo, comenzó el regreso propiamente dicho. Empezaron a torturarnos los oídos con un cantante que Pablo y yo conocíamos pero no acertábamos a decir quién era. Después de un rato largo de probar nombres equivocados Pablo dio con el indicado: ¡Eros Ramazzotti!

A llegar a la aduana brasilera tuvimos que bajarnos todos a presentar nuestros documentos y visas. No sé si será casualidad, pero siempre los trámites en otros países son más rápidos que en el propio país. Diez minutos después todos habíamos terminado.

Al acercarnos a la aduana argentina Pablo empezó a refunfuñar por tener que hacer trámites otra vez. Nos bajamos a las 8:50 y volvimos a subir al micro a las 9:30: el trámite consistía en hacer una filita, cada uno con su valija o bolso que depositaría en una cinta transportadora. Los retirábamos al otro lado de la habitación después de que supuestamente un guardia atento se asegurara mediante un mini televisor de que no llevábamos nada sospechoso. Luego de una parada técnica para ir al baño (nuevamente cola en el baño de las mujeres, ¿por qué siempre, sin excepción, las mujeres tardamos el triple de tiempo que los hombres?) y a comprar unos últimos souvenirs (yerba y alfajores). Pensábamos comprar chipás para tomar mates en el trayecto pero nos olvidamos y luego lo lamentaríamos sobremanera.

Ahora sí: 10 de la mañana, cuatro horas después de despertar, estamos realmente en camino, sin más interrupciones molestas. La próxima parada programada es en San Igancio para el almuerzo.

Pero a las 10:25: nueva parada. Esta vez es Gendarmería que quiere revisar el colectivo (aparentemente no confían en el control de la aduana). Sube un gendarme con cara de malo y mira los compartimientos superiores del colectivo como si tuviera visión rayos x o poderes de adivinación: sólo pregunta por el contenido de algunos paquetes. Parece satisfecho con las respuestas porque no pide abrir ninguno. Mientras esperamos a que el gendarme termine con su control, Pablo y yo miramos por la ventanilla a los gendarmes que rondan el colectivo. Hablamos de su pésimo estado físico y de la imposibilidad de que ninguno de esos señores defienda nada, de que probablemente no puedan correr más de una cuadra sin caer muertos de cansancio, de que evidentemente no tienen entrenamiento constante. Y de que el estereotipo de policía gordo y fanático de la pizza es en apariencia universal: allí está el Jefe Gorgory de los Simpsons para confirmarlo.

Diez minutos después estamos nuevamente en marcha. Tomamos mate con galletitas Social Club porque no compramos los chipás (y rezongamos por eso). Vemos el dvd que uno de los pasajeros compró de la excursión a las cataratas: música obvia del insufrible Kenny G (la misma que se usa para los casamientos, cumpleaños de quince y probablemente bautismos), las imágenes movidas, un sonido espantoso y nosotros saludando de compromiso al camarógrafo. $ 50 tirados a la basura; por supuesto que a nosotros en ningún momento no se nos ocurrió comprarlo.

13:15 paramos una hora a almorzar en San Ignacio, en el mismo lugar donde desayunamos en el camino de ida. Como es mediodía hay mucha más gente que antes: un enjambre de niños y mujeres rodea el colectivo, venden orquídeas o piedras, piden galletitas o caramelos. Casi todos están descalzos, todos están muy sucios. Chicos que apenas aprendieron a hablar pero ya saben pedir. Adolescentes embarazadas con un chico prendido a la teta. Esa “postal” alcanzó para deprimirme toda la tarde. El micro se pone en marcha mientras nuestros compañeros de viaje siguen alborotados porque compraron cantidades de orquídeas por unas monedas. Para aliviar la tristeza miro por la ventana el paisaje misionero y me acuerdo de la versión musical que el Chango Spasiuk hace de ese paisaje.

Comienza la tarde de Súper Acción sobre ruedas. Primera película de la tarde: Inside Man, con Clive Owen y Jodie Foster dirigida por Spike Lee. Mucho suspenso al cuete, porque no pasa nada (o yo no la entendí).

15:30 Otra parada no prevista. Esta vez es la CNRT (Comisión Nacional de Regulación del Transporte) que quiso revisar el micro. Algo no estaba en regla así que estuvimos parados una hora. Por lo menos estábamos entretenidos con la película.
Segunda película de la tarde: “Los Infiltrados” de Scorsese. Yo ya la había visto y me entretuve un buen rato. A Pablo no le gustó, pero me parece que no le prestó atención.

18:35 Paramos en Santo Tomé, Corrientes. Veinte minutos y vuelta a la ruta.
Tercera película: “Tiempo de valientes” de Damián Szifrón con Diego Peretti y Luis Luque. Otra que había visto, pero me volvió a causar gracia. Recién a las 22:30 paramos a cenar en “Cuatro bocas”, Corrientes. Una estación de servicio con bar 24 hs. Un sándwich frío fue toda la cena, ya añorábamos las cenas buffet del hotel.

23:10 Volvemos a estar en camino y terminamos de ver “Tiempo de valientes”. Una vez que terminó la película me pasé a los asientos de atrás y en brazos de Marco Polo (parece ser la única empresa que fabrica sillones para colectivos) dormí hasta la llegada a Rosario con la sola interrupción en Santa Fe donde bajé, casi sonámbula, para ir al baño.

Eran más de las 6 de la mañana cuando llegamos a la terminal Mariano Moreno. En el taxi camino a casa empecé a lamentarme por todo el tiempo que falta para las próximas vacaciones.

[Fin]

Fotos del viaje.

lunes, 8 de junio de 2009

DIARIO DE VIAJE - Cataratas - Día 5

~ Día libre en Foz

Jueves: ¡día libre! (los tours pueden ser muy agotadores). La agencia ofrecía un tour a Ciudad del Este cuyo único atractivo es comprar cosas muy baratas. Como nosotros no habíamos ido de vacaciones para hacer shopping decidimos obviar el paseo (además yo había estado hace mucho años y me pareció uno de los lugares más feos que recuerdo). Decidimos entonces recorrer la ciudad de Foz do Iguazú.
Para aprovechar el día como corresponde en vacaciones, dormimos hasta tarde (hasta lo más tarde que podíamos sin poner en riesgo nuestro desayuno). Pablo, por supuesto, se despertó antes que yo, acostumbrado como está a madrugar desde hace años. Después del desayuno tardío (eran casi las 10, horario en que cerraba el comedor) decidimos ir al centro caminando ya que nos habían dicho que eran unas 20 cuadras. El día estaba soleado y todavía agradable.

¡Estamos de vuelta!

Tomamos la avenida Juscelino Kubitschek a paso tranquilo, mirando la ciudad como quien intenta descubrir rasgos comunes, como queriendo captar con una sola mirada la idiosincrasia de un pueblo. Y aunque eso es imposible (sobre todo en una caminata de un par de horas) estas son algunas de las cosas que nos llamaron la atención:

. Todos los motociclistas, sin excepción, usan casco. Sean uno, dos o tres los que ocupantes, todos usan sus cascos.
. En más de una oportunidad vimos que los empleados de algunas empresas como supermercados se reunían a hacer gimnasia antes de la jornada laboral.
. Ningún Mc Donalds. Muchos negocios de comida étnica (china, árabe). El imperio contraataca.
. No vimos perros callejeros ni gente paseando mascotas. ¡¡No hay caca de perro en las calles!! (Punto para Foz, coincidencia con los uruguayos). Pareciera ser que la costumbre de tener uno, dos o tres perros por familia es sólo una manía argentina (y tal vez sólo extendida a las grandes ciudades).
. Los automovilistas son bruscos, manejan a grandes velocidades y ni siquiera miran para ver si viene algún peatón. Son la antítesis de los uruguayos.
. Muchas fábricas de colchones y una marca preponderante: “Ortobom”. Había promociones para el día de los enamorados pero me voy a abstener de hacer comentarios.

Algo que veníamos sospechando y ese día pudimos comprobar: Foz do Iguazú no es una ciudad turística. Unos días antes, en el hotel, yo había pedido un plano de la ciudad y había preguntado detalles menores como la modalidad del transporte público y esas cosas. El recepcionista fue bastante escueto pero supuse que no estaba ahí para eso y que tal vez no le agradaba esa función. Decidimos entonces hacer más averiguaciones en una de las oficinas de información turística que estaba marcada en el plano. Queríamos saber sobre algunos lugares para visitar como la represa de Itaipú, la reserva natural, etc. La oficina estaba en una mini terminal de ómnibus, sobre la avenida Kubitschek. Yo entré decidida, hablando en castellano, suponiendo que nos darían una bienvenida con sonrisa incluida. Por el contrario, la oficina era atendida por un jovenzuelo que no sólo no hablaba castellano sino que apenas balbuceaba el portugués. A nuestras preguntas contestaba con monosílabos y hasta llegó a sacarnos las pocas ganas que teníamos de conocer algunos lugares. Evidentemente Foz es apenas lugar de paso para turistas previamente cooptados por las agencias de turismo y no tienen ningún interés en atraer otro tipo de turistas. Ya sé que es poca cosa para enojarse pero yo suelo engancharme fácil. Tuve la fantasía de agarrar a ese muchacho de la solapa y zamarrearlo al grito de: ¿Y a vos te pagan por esto? Me enoja la gente inepta y me enojan las oficinas que dicen ofrecer un servicio que no ofrecen. Como esa gente que nos invita a consultar el sitio web y al entrar vemos que la última actualización es de septiembre de 2001. Para eso, la nada es mejor.

Una vez afuera de la oficina hicimos nuestro propio recorrido: a la vuelta estaba el zoológico y allí fuimos. Como zoológico no era gran cosa, un típico zoo de ciudad con pocos animalitos y pocos visitantes. Pero con la diferencia de que aquí el ambiente es selvático y de hecho, si no hubiera habido ningún animal, también hubiera sido un lindo lugar para dar un paseo y tomar unos mates (algo que deben hacer muchos lugareños para escaparse del agobio de la ciudad, ya que está casi en pleno centro). La temperatura ya había empezado a subir y allí se estaba muy bien. Vimos monitos, loros, un jaguareté un poco desganado, tortugas, un yacaré solito. Pobrecito. Siempre me generan cierta lástima esos animales que encima de no estar libres tienen que estar solos. Pablo acotó que hay ciertas especies que están hechas para eso, que sólo buscan pareja para reproducirse pero luego vuelven a la soledad. Eso me recordó a mí misma hace unos años. Yo también pensaba que estaba hecha para la soledad (¡ni siquiera para reproducirme, porque nunca quise!), que lo mío no era estar de a dos, que, a pesar del mandato cultural, la soledad estaba en mi naturaleza. Hasta que lo conocí a Pablo y poco a poco, sin grandes planteos ni cambios drásticos, fui dándome cuenta de que la vida en pareja (con alguien afín, “emparejado”) es mucho mejor. Lo que me hizo pensar: o yo no me conocía en absoluto, o aquello de que “está en mi naturaleza” no es más que un verso para autojustificarnos. ¿Somos lo que queremos o somos lo que podemos?

Fin del desvarío. Con tanta palmera cerca se me hace difícil no colgarme. Estábamos en el zoo: después de una caminata refrescante retomamos el camino hacia el centro. Ahora el calor era más notorio, las calles más transitadas, los negocios más abundantes. Y a esa hora nos empezaba a dar hambre. Pablo sacó algunas fotos (negocios, carteles, la catedral muy olvidable) y luego volvimos sobre nuestros pasos para ir a almorzar. Antes paramos en una Lan House (cyber) para chequear mails y saber noticias locales. El almuerzo fue en un pequeño restaurante que ofrecía “menú buffet com suco” por 5 reales. El precio incluía sólo un tipo de carne, para combinarla con otra había que pagar más. Y también advertían desde el ticket que nos habían dado en la entrada que “el desperdicio de comida será cobrado”. Comimos hasta el último bocado como niños obedientes.

Tiendas Marisa

Luego decidimos que no había mucho más para ver y emprendimos el regreso, esta vez por la Avenida Brasil, mucho más comercial, con tiendas de ropa y unos puestos de venta de diarios y revistas muy simpáticos. También nos cruzamos con las Tiendas Marisa, una cadena muy conocida, que hicieron de fondo para una foto en mi honor.

La vuelta fue un poco menos grata porque estábamos cansados, hacía mucho calor y había poca sombra. Subimos a la habitación para cambiarnos y bajamos raudamente a la pileta donde esta vez sí había sol y el agua estaba más cálida. Bajamos con el equipo de mate (que incluía revista de crucigramas) y allí nos quedamos un par de horas relajándonos como corresponde a unas vacaciones.

alberca

Cuando volvimos a la habitación era hora de hacer las valijas pero a mí me agarró fiaca. Lo miré a Pablo ordenar lo suyo tirada en la cama. La tarde pasó así, haciendo fiaca (cosa que a mí me encanta): miramos a Ratinho en la tele (una mezcla de Susana Giménez con Chiche Gelblung), miramos las fotos que habíamos sacado, hablamos de bueyes perdidos. Después fue mi turno de hacer el bolso (ufa!) y después de nuestro habitual capítulo de Los Simpsons (hay adicciones peores y además ilegales) bajamos puntuales a cenar. ¡Nuestra última cena buffet! Había que aprovecharla. Sólo que justo ese día había llegado al hotel un nutrido contingente de jubilados y el comedor se llenó en cuestión de segundos. Temimos por nuestros postres pero por suerte no hubo desabastecimiento. Aprovechamos nuestra última cena como si verdaderamente alguien estuviera por crucificarnos: carne de vaca, pollo rebozado, ensaladas, arroz, flan, postre de coco.

Ya en la habitación, y después del té de hierbas, intentamos dormir temprano porque al otro día, una vez más, había que madrugar. Pero yo no tenía sueño y me puse a hacer crucigramas. Una tentación irresistible para Pablo que empezó por relojear las palabras que me faltaban y terminó resolviéndolos conmigo. Nunca es tarde para aprender que las “nabinas” son las semillas del nabo.

[Continuará?]


Fotos del viaje.

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viernes, 5 de junio de 2009

DIARIO DE VIAJE - Cataratas - Día 4

~ Entre gritos y contemplación.

Otra vez a madrugar (¿quién dijo que eran vacaciones?) para poder desayunar antes de que nos pasaran a buscar a las 7:35 (por la ubicación de nuestro hotel éramos los segundos en el recorrido -¡maldición!-. Sólo en una ocasión quedaríamos penúltimos en la lista, pero sería precisamente el día en que nosotros no haríamos la excursión). Una hora después de que nos pasaran a buscar estábamos entrando en el Parque de las Aves, otra grata sorpresa del viaje. El parque es un predio selvático (está pegadito al parque nacional brasilero) con grandes jaulas que albergan diferentes especies de aves autóctonas. Algunas de esas jaulas son tan grandes que incluso los visitantes pueden entrar y caminar entre ellos (con los riesgos del caso, en el mío fue una cagada en la campera). Vimos tucanes (muchos tucanes, algunos de ellos hasta se dejaban acariciar), faisanes, loritos, cotorras, papagayos, colibríes, una boa (ya sé, no es pájaro), ñandúes (una vez más nuestro compañero de viaje, el de adelante, diciendo que “se cansó de ver ñandúes en los Esteros del Iberá”). Pablo y yo nos hubiéramos quedado mucho tiempo allí. Lamentablemente nos apuraron y tuvimos que terminar la visita en menos de una hora. Afuera nos esperaban los que no habían entrado al parque (era una visita aparte y se pagaba aparte) y teníamos que cumplir con el horario previsto. Ufa. Igual salí contenta: me encantan esos lugares, el sólo hecho de caminar entre ese verdor, los pájaros coloridos, la ilusión de que estamos más cerquita de la naturaleza aunque sea por un rato.

Volvimos a subir al micro sólo para bajarnos unos metros más adelante. Entramos al Parque Nacional do Iguaçu. Desde la entrada nomás se nota que este parque (tres veces más grade que el de Argentina según nos dicen) es más cuidado y modernizado que el otro: los boletos para entrar no se cortan, los lee una máquina; la gráfica es más simpática y colorida; los espacios más grandes. Tomamos un colectivo de dos pisos con dibujos de animalitos que nos llevó hasta el lugar donde empezaría la excursión del día: Safari Macuco. Advertidos, llevamos una muda de ropa para cambiarnos. Luego nos subimos al “Eco bus”, una especie de camioncito abierto que nos pasea por el medio de la selva mientras un guía nos cuenta algunas particularidades de ciertos árboles como el palmito y el timbó. Llegado a un punto más sinuoso del camino tenemos que bajarnos y abordar un jeep que hará un corto camino en pendiente hasta dejarnos al pie de una escalera. Descendiendo llegaremos a un embarcadero. Hora de disfrazarse de turistas temerarios: el “Emergency poncho” y el salvavidas arriba. Cámara en mano y descalzos subimos al gomón.

V invasión extraterrestre

El paseo en sí no es ni más ni menos que navegar el río Iguazú a velocidades cambiantes tratando de generar cierta adrenalina en el pasajero. En mi caso no hacía falta: me sobraba entusiasmo por tener esa vista privilegiada. Tal vez la expectativa que se genera alrededor de la excusión sea exagerada al lado de lo que finalmente resulta. Pero yo había mantenido mis expectativas en un nivel relativamente bajo: nunca había navegado en ese tipo de embarcaciones (sí en algunas más grandes y por mar) por lo que la novedad era un punto a favor. Pablo, en cambio, que hizo rafting en Mendoza, se jactaba de que eso no era nada, que era apenas para hacer gritar a mujeres y niños. Yo soy mujer y tengo bastante de niña así que grité de lo lindo (además me gusta aprovechar cualquier ocasión en que una puede lanzar gritos sin miedo a que le digan “Callate, loca!”). La primera parte del paseo es una recorrida haciendo algunas paradas frente a puntos estratégicos para mirar los saltos de agua y sacar fotos. Luego se guardan las cámaras en una gran bolsa y la velocidad empieza a aumentar y las maniobras a ser más bruscas. Hasta que se llega a alguno de los saltos de agua (de los más tímidos, creo que era el Dos Hermanas o Los tres mosqueteros, no tuve tiempo de contarlos) y el gomón se mete debajo para darnos una ducha de catarata. El agua era helada y a esa altura el emergency poncho no me servía de nada. Alternábamos los gritos con aplausos. Pero siempre hay alguien disconforme y resultó ser la vieja que estaba sentada al lado de Pablo: se quejaba porque no nos había llevado hasta la caída misma de la garganta del diablo. El guía nos explicaría después que si llegábamos a ir a la garganta del diablo probablemente nos hubiéramos ido al mismísimo infierno.

Mientras volvíamos a toda velocidad por el río yo empecé a tiritar de frío y aunque en general nos pareció un paseo corto (duran más todos los preparativos que el paseo en sí) a mí me gustó. Cuando llegamos a la base, empapados como estábamos tomamos nuestros bolsos (y nuestras cámaras de la bolsa grande) y subimos descalzos la escalera que nos llevaba nuevamente al lugar donde nos esperaría el jeep y más adelante el eco bus. Ya en el punto de partida nos pusimos ropa seca y esperamos nuevamente el colectivo de dos pisos que nos llevaría a la última caminata de las cataratas. En el camino vimos otras hermosas vistas de los saltos (parte de ese camino lo hicieron nuestros compañeros de viaje que no hicieron el Macuco Safari, que también era opcional. Para ser sincera me quedé con ganas de hacer ese camino también, pero todo no se puede). Cuando nos bajamos del micro tomamos un ascensor (que en este caso era descensor) que nos dejaría en el comienzo de la pasarela que tiene una vista maravillosa de las cataratas. Si desde el lado argentino pudimos sentir la cercanía de la garganta del diablo, aquí teníamos una vista panorámica única, con arco iris por todos lados.

contemplación

Nos quedamos un largo rato frente a esa postal, queriendo retenerla, queriendo, inútilmente, retratarla de la mejor manera. Mientras esperábamos a que volvieran todos de hacer la caminata por la pasarela yo me quedé mirando, casi como en trance, el agua que caía. Pablo recordó las palabras de Mariano del día anterior y se acercó para preguntarme:

- ¿Estás empezando a creer en algo?

Pensé en retrucarle el chiste con los ojos húmedos de emoción y las manos en oración pero no tuve el reflejo suficiente. Nos reímos del chiste oportuno y volvimos al ascensor. Mientras esperábamos el colectivo nuevamente para volver a la salida vimos una cantidad de coatíes pululando cerca de nosotros. Ya en nuestro micro de costumbre (digresión: mientras releo esto parece que lo único que hicimos fue subir y bajarnos de los colectivos, pero no fue tan así. Y aunque lo fuera era más agradable que esperar el 142 en la Plaza Sarmiento) fuimos camino a almorzar, fuera del parque nacional para cuidar nuestros bolsillos. En el camino, Elsa, la guía que nos había acompañado esos dos días en los parques, empezó a despedirse de nosotros. No olvidó las recomendaciones que son parte de su trabajo, el despertar conciencia ecológica sobre la necesidad de cuidar a los parques, los árboles, los animales. El discurso sonaba repetido pero tuvimos suerte de que Elsa fuera una mujer sumamente agradable, misionera de origen, con un hablar pausado y una voz melodiosa. Eso hizo que su compañía fuera un buen recuerdo.

Otro gran recuerdo fue la churrasquería Rafain: un tenedor libre pero con el triple de platos para elegir que los otros a los que habíamos ido. Lógicamente comimos el triple de lo que acostumbramos a comer. Algo nomás de lo que yo comí: carne al champignon, mandioca frita, rollitos de sushi, ensalada de berro, choclo, remolacha y huevos de codorniz; ravioles con bolognesa, lasagna de jamón y queso. La oferta de postres también era variada. Yo elegí: flan, postre de coco y dos postres inidentificables con mucha crema, chocolate y bizcochuelo. Todo exquisito. Recién cuando llegamos al hotel y pude hacerme mi acostumbrado te de hierbas digestivas empecé a respirar un poco mejor.

Pablo se tiró a dormitar y yo elegí escribir. Me entretuve además sacando algunas fotos de la habitación (mi departamento es apenas más grande): los cartelitos de la luz, las cortinas floreadas sobre el sofá marrón que tanto me hicieron acordar a las películas de David Lynch. Saqué incluso fotos de un adminículo del que habíamos oído hablar en el viaje de ida (la señora que fue a Dubai) y que a mí me pareció muy práctico: en lugar de bidet, al lado del inodoro hay una especie de pequeño duchador que uno utiliza para higienizarse.

La tarde empezó a nublarse. Pablo quería que refrescara porque había traído mucho abrigo y se le estaba terminando la ropa veraniega. Después de dudar un buen rato nos decidimos y bajamos a probar la pileta. La prueba duró poco porque el sol ya no daba sobre la pileta y el agua estaba helada. Fue apenas un chapuzón y salimos. Nos quedamos un ratito sentados en el deck de madera porque afuera del agua el clima estaba cálido. Además era la hora en que empezaban a cantar los pajaritos bochincheros: barajamos posibles teorías de por qué se ponen a cantar tan escandalosamente a esa hora del día (ninguna teoría digna de desarrollarse aquí).
Volvimos a la habitación y después de un baño calentito yo leí un ratito a Caparrós. Para hacer tiempo jugamos otro ratito al truco (Pablo me está enseñando porque nunca pude aprender. Varias veces me enseñaron ese sistema ilógico de los valores de las cartas, el envido y esas cosas, pero después nadie tenía la paciencia de jugar con una principiante. Con Pablo, por primera vez, puedo decir que entiendo el juego aunque no creo que nadie me quiera en su equipo todavía. Además las señas me dan mucha risa). Por supuesto que ganó Pablo, pero voy mejorando.

A pesar del opíparo almuerzo que tuvimos, eso no fue motivo para una cena frugal. Volví a comer considerablemente aunque esta vez me abstuve de probar postre. Volvimos a acostarnos bastante temprano, y después de ver algunos pastores evangélicos gritonear y hacer llorar a los fieles, nos dispusimos a descansar. Esta vez no hacía falta el despertador: ¡no teníamos que madrugar al otro día!

[Continuará]

Fotos del viaje.

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lunes, 1 de junio de 2009

DIARIO DE VIAJE - Cataratas - Día 3

~ Agua que no has de creer

Nos levantamos 6:15 para ir a desayunar antes de que nos pasaran a buscar (a las 7:25). Desayuno opíparo: pan, tostadas, dulces varios, manteca, tortas varias, frutas, yogurt, café, té, leche, jugos.

Mientras hacemos el mismo recorrido que haremos todos los días para ir a buscar a los otros pasajeros a sus hoteles vemos algo de la ciudad de Foz de Iguazú. Mucho más grande de lo que pensábamos (alrededor de 300.000 habitantes), los edificios altos están desperdigados por aquí y allá, sobresaliendo de una manera desordenada y poco estética. Casitas con jardines muy verdes, salvajes. Envidio todos los jardines que veo, añoro una casa con un patio-jardín de ese tipo: selvático. El verde es más verde, las hojas de los árboles tienen el triple de tamaño que las que uno acostumbra a ver, cualquier terreno baldío es una pequeña selva. Trato de contenerme para no aburrir siempre con el mismo comentario, pero a veces se me sale sin querer: ¡mirá esos árboles!

Vemos muchos templos evangelistas de todo tipo (luego nos enteraríamos de que también hay una mezquita musulmana y un templo budista, señalados incluso en el plano de la ciudad como atracciones turísticas). Mientras esperamos que los pasajeros de un hotel terminen de subir al micro me bajo raudamente para comprarle a un vendedor ambulante dos “Emergency ponchos” (básicamente un bolsa transparente larga, con dos mangas y una capucha) porque nos advirtieron que podíamos necesitarlos en alguno de los tramos del paseo. No fue necesario para este día aunque tampoco muy útil para el siguiente, ya que nos terminamos empapando igual. Pero me estoy adelantando. Hoy es un día soleado, todavía no hace mucho calor y estamos ansiosos por ver las cataratas.

no pisar el palito

Pero antes hicimos una parada en otro de los paseos incluidos en el tour. Temimos otro episodio Wanda, pero por suerte nos equivocamos. La Aripuca es un lugar construido con árboles gigantescos, todos rescatados de la selva misionera que por una razón u otra habían caído (sin ser talados). El nombre remite a una trampa usada por los guaraníes para cazar pájaros de un modo no agresivo: el pájaro “pisaba un palito” (de ahí la expresión) que hacía caer sobre él una jaula echa de tronquitos; si el pájaro servía para alimento se lo mataba, sino, se lo dejaba en libertad sin heridas. Simulando esa trampa, se construyó la aripuca gigante donde pueden apreciarse las diferentes especies de árboles de la selva autóctona. La construcción lleva además un mensaje ecologista implícito: si seguimos talando árboles, produciendo catástrofes naturales nuestro propio mundo terminará siendo nuestra aripuca (trampa).

El complejo incluye puestos de artesanías hechas con maderas: pequeños animalitos autóctonos (compramos un jaguareté y un coatí), maracas (compré una para mi sobrina), servatanas (me pareció un poco agresivo para mi sobrina) y hasta muebles de maderas autóctonas. También había un puesto con productos originales: mate instantáneo y helado de yerba mate (que no probamos). A la salida compramos una bolsita de chipás exquisitos que acompañamos con unos mates tibios (resultado de nuestra primera experiencia con el “calorito” que todavía no sabíamos usar correctamente y mi termo que no es muy térmico que digamos) mientras hacíamos el corto camino hacia las cataratas.

Yo había visitado las cataratas cuando era una adolescente en compañía de mi familia. Pero son pocos los recuerdos que tengo, la mayoría de ellos a partir de las fotografías que sacamos. Así que fue casi como una primera vez. Para Pablo fue directamente su primera vez. Los tres circuitos programados por Elsa, nuestra guía, eran: la garganta del diablo, circuito inferior y circuito superior. Empezamos por el más espectacular, previendo la posibilidad de que alguno de los pasajeros más entrados en años se cansara y no pudiera hacer los otros. Apenas nos bajamos del micro ingresamos al Parque Nacional Iguazú y enseguida nos subimos a un trencito que nos llevaría al comienzo de la primera caminata: la que lleva a garganta del diablo. Un día soleado, acompañados por una multitud de mariposas que nos siguieron en todo el camino. Elsa intentaba compartir algunas de sus explicaciones con los italianos y quiso señalarles las mariposas pero no se acordaba la palabra en italiano. Aproveche y salí en su ayuda: “farfalla”. Por fin me sirvió eso de saber decir mariposa en distintas lenguas: butterfly, borboleta, farfalla, papillon, panambí, que una vez más me recordó a Liliana Herrero y su tarareo acompañó el paseo. Pablo me enseñó también la palabra japonesa pero ya me la olvidé.

bruma colorida

En el camino también nos cruzamos con tucanes, urracas, tortugas y un yacaré que parecía estar puesto especialmente para los fotógrafos ávidos de naturaleza salvaje. Se quedó inmóvil mientras todos disparábamos con nuestras cámaras. No todos, porque el señor que se sentaba delante de nosotros en el micro decía una y otra vez que “se cansó de ver yacarés en los Esteros del Iberá”.

Llegar al espectáculo de la garganta del diablo, el más esperado, nos llevó menos de una hora de caminata a paso agradable. Aunque con las particularidades del caso: gente, gente, gente yendo y viniendo todo el tiempo (y es temporada baja. No puedo ni quiero imaginarme cómo será en pleno verano, sumándole el calor, o en Semana Santa. Fue una suerte venir en mayo). Cuando por fin se llega a la pasarela del mirador lo que resta es eso: mirar. O admirar, no sabría explicar la diferencia. Si quisiera ponerme escueta podría describirlo así: cantidades enormes de agua cayendo todo el tiempo que además salpican. Básicamente es eso, pero además es eso. El agua otra vez (como en el mar) inabarcable a escala humana. En mi caso, todo lo que no puedo abarcar, controlar, me fascina. Pero esto es distinto: uno no puede meterse al agua como en el mar, uno no puede jugar. Más insignificantes aún: lo único que nos queda es mirar.

Nos hubiéramos quedado horas (sí, horas) mirando el agua caer, escuchando el rugido, viendo a los pájaros volar temerariamente entre la bruma (son vencejos y tienen sus nidos en los huecos que quedan entre las piedras y los saltos de agua), imaginando una fatal caída al vacío en ese colchón de agua. Pero estamos en las cataratas, uno de los lugares turísticos más importantes de la Argentina, un patrimonio natural de la humanidad y no somos los únicos que quieren tener ese privilegio. Todos quieren (queremos) esa foto con la caía del agua de fondo, todos quieren (queremos) testimoniar que estuvimos, que lo sentimos, que no nos perdimos la maravilla. Y entonces me siento fastidiosa conmigo misma: me enoja que haya tanta gente todo el tiempo “arruinando el paisaje”, gritando, empujando; me enoja que la industria del turismo convierta todo en una vidriera de shopping. Pero también me enoja ser tan intolerante y creer que tengo más derecho y sensibilidad que los otros para disfrutar de este momento; me enoja no entender algo tan simple: gracias a esa industria de turismo que ofrece paquetes baratos es que Pablo y yo podemos estar ahí. Me enojo conmigo misma cuando percibo en mí lo que detesto en los demás: el sentirse únicos, originales, mejores. Y entonces me digo “¿pero quién te creés que sos, chiquita? (en silencio, para no despertar sospechas) y me vuelvo al lugar que me corresponde: el de una turista más, una de los cientos, miles tal vez que pasan día a día por ese lugar y se sienten únicos.

Mientras miro a un grupo de chicos de una escuela en apariencia humilde que vinieron (probablemente por primera vez) a este lugar que debe estar muy cerca de sus casas pienso qué bueno que el lugar más espectacular de las cataratas se llame “Garganta del diablo” y no “Morada del Señor”. Pienso en los niños que miran el agua y me alegra que, ya que les metieron en la cabeza esa idea estúpida de dios y el diablo, vean por sus propios ojos que, por lo menos aquí, el diablo (o la desobediencia, que finalmente es eso) también puede ser maravilloso.

frente al diablo

El camino de vuelta fue un poco más rápido, como si todo ese paisaje realmente increíble ahora lo fuera menos, porque ya lo vimos. Resabios de la vida moderna. Las mariposas nos siguen, sacamos fotos y fotos pero no hay caso, son mejores en movimiento.

Una vez que volvimos al punto de partida, tomamos nuevamente el trencito que nos devolverá al anterior punto de partida desde donde iniciaremos el llamado “Circuito superior”, es decir, mirar los saltos desde arriba. Esta vez fue el turno de los coatíes, muchos, muy entrometidos y de varias lagartijas, mis preferidas. La cercanía que habíamos tenido en la garganta del diablo se reemplazó aquí por una imagen más general, más parecido a una postal y por ende más fotografiable. Los arco iris que aparecían aquí y allá lo mejoraban todo. Es un triunfo de los cuentos de la infancia: cuando veo un arco iris me parece irreal, pintado. Como los relámpagos. No me acostumbro a los efectos especiales de la naturaleza.

Cerca de las dos de la tarde nos toca el almuerzo (¡por fin!). Hay tres opciones para elegir: un bar que vende sándwiches y empanadas, un fast- food que vende hamburguesas y lomitos y un restaurante con todo el piripipí. Descartamos de plano el restaurante, nos damos una pasada por el fast- food pero está repleto de gente y yo no tengo ganas de esa comida grasienta (casi nunca tengo ganas de esa comida) y terminamos comprando un sándwich primavera con una cerveza (al mismo precio que en Brasil… ¿pero no estamos del lado argentino?). Mientras se hace la hora de volver a reunirnos con el grupo aprovechamos a estirarnos a la sombra y reponer fuerzas para la caminata que nos falta. Cuarenta minutos después volvemos a pararnos bajo la higuera (técnicamente higuerón o chapeu de sombra) donde quedamos en reencontrarnos. Mientras aparecen todos escuchamos a un viejito que alterna entre el arpa y el bandoneón. Y vemos como los coatíes sinvergüenzas se suben a las mesas de los que están almorzando.

Después, el camino inferior. Aunque se supone que es una caminata liviana y sin dificultad, la guía nos advierte del calor y de no hacer esfuerzos de más (sobre todo a los que tienen más años): si no se puede seguir a pie hay unos sillones motorizados que pueden venir a ayudarnos (no hizo falta, lástima, me hubiera gustado ver uno de ésos en acción).

pasarela

Este camino terminó en el salto Bosetti, uno de los que hace unas semanas estaba casi sin agua por la falta de lluvias en Brasil. Nosotros tuvimos suerte, había mucha agua. Aunque sin comparación con la garganta del diablo, volvíamos a estar muy cerca de la caída del agua y eso lo hacía especial. Tanto desde el circuito superior como desde el inferior pudimos ver los gomones que navegaban por el río y ansiábamos estar ahí, cosa que haríamos al día siguiente. En el camino de vuelta vimos un jote (cuervo según Elsa, buitre según Pablo), pariente del cóndor, estirando sus alas en lo alto de un árbol. A Pablo se le había terminado la batería de la cámara justo cuando llegamos al salto Bosetti así que sólo quedaba mi cámara y su pésimo zoom (hay momentos, muchos momentos, en que odio mi cámara de fotos). Casi como la puesta en escena del yacaré, luego del jote empezamos a distinguir distintas especies de pájaros: tucanes, trogones y otros de los cuales no retuve el nombre. Ni las fotos porque salieron espantosas.

A la vuelta de las cataratas argentinas mientras volvíamos en micro a los hoteles, Mariano el guía, nos preguntó que nos habían parecido y acotó algo así como “cuando uno está frente a tanta belleza empieza a creer en algo”. El viejo truco de lo que no se puede explicar. Pablo y yo, escépticos incurables, nos miramos pero preferimos callar. No era el momento para iniciar un debate sobre la necesidad de tener o no tener fe.

Estábamos ansiosos por llegar al hotel (de lo cansados que estábamos) pero todavía faltaba un rato para eso. Paseamos por la ciudad de Iguazú mientras Elsa, que nació allí, nos contaba parte de su historia y su presente (parece una ciudad muy bonita y pintoresca; Pablo dice que si me gusta también me va a gustar Oberá). Paramos en el Hito Tres Fronteras que no es más que un punto panorámico desde donde pueden verse la unión de los tres países (Argentina, Paraguay y Brasil) y los dos ríos (Paraná e Iguazú). Estaba atardeciendo y eso le daba a la vista un color especial. Luego de las fotos y los puestos de artesanías de rigor (donde compré dos mates pintados para mi familia) volvimos al micro para volver, ahora sí, al hotel.

Agotadísimos. Y para completarla, más música insufrible (esta vez era Luis Miguel). Sin fuerzas para sacar mi MP3 me dediqué a estudiar el género y listar los requisitos ineludibles: una voz que sepa susurrar (no importa si desafina), lograr ciertas inflexiones de voz que den lástima y manejar un léxico bastante limitado; se arman frases (no hace falta que tengan conexión) con los siguientes vocablos: amor, sentimiento, corazón, dolor, luna, olvido, pensamiento, espera; se buscan algunas rimas del tipo amor-dolor, sentimiento-pensamiento y voilà!, tenemos un éxito de taquilla.

Ya en hotel, nos dimos una ducha y bajamos, puntuales, a cenar: lechón, pollo laqueado, verduras cortadas en juliana que no supimos identificar pero sabía bien, flan y un postre que sospechamos de maicena, leche condensada y coco. Una delicia. Pablo se quedó chequeando los mails (si está desconectado más de 48 hs le agarra el síndrome el-mundo-puede-estar-colapsando-y-yo-no-me-enteré). Yo subí a la habitación a tomarme un té de menta y a hacer algo de zapping porque me daba vergüenza dormirme tan temprano (eran las 21:30!).

[Continuará]


Fotos del viaje.

Ir a Día 4: Entre gritos y contemplación.

miércoles, 27 de mayo de 2009

DIARIO DE VIAJE - Cataratas - Día 2

~ Ruinas y piedras

Llegamos tempranito a San Ignacio. Eran las 7:10 cuando bajamos a desayunar antes de empezar la visitar a las Ruinas de San Ignacio Miní. La feria que estaba frente al comedor apenas tenía unos pocos puestos abiertos y sus vendedores no estaban muy despiertos. Por otro lado, casi todos vendían lo mismo: mates, collares, carteras tejidas, llamadores de ángeles. Había también algunos indios guaraníes que vendían sus artesanías sobre una manta en el piso y niños que vendían orquídeas o piedras, que pedían caramelos o galletitas.
Eso me recordó instantáneamente mi viaje al noroeste argentino, donde cada parada implicaba ser rodeado de un remolino de niños que pedían lo que fuera, que recitaban poemas andinos, que querían ser llevados a la ciudad (lo recuerdo especialmente, nos pedían que los adoptásemos y los llevásemos con nosotros a Rosario). Y otra vez la película Slumdog Millionaire venía a mi cabeza y toda la miseria extrema y lo parecidos que son el hambre y la pobreza aunque las religiones, los gobiernos y el paisaje sean otros tan distintos. ¿En qué momento empezamos a separar la naturaleza del hombre? ¿Cómo es posible que se hable de “bellezas naturales de la madre tierra” cuando sus propios habitantes no tienen para comer? Los indígenas que habitan esas tierras privilegiadas ¿son también considerados patrimonio de la humanidad como las ruinas? No parece.

Aunque el desayuno ayudó a despabilarnos no fue fácil ponerle onda a la visita después de 15 horas viajando. El día estaba nublado y un poco fresco. El guía del lugar repetía su rutina cual lorito (y supongo que ése sería su primer recorrido del día), tiraba datos y más datos y decía cosas tales como “hincapieces” para hablar de Lugones y Quiroga quienes fueron los primeros en darle impulso al lugar.

Las ruinas. Construcciones que hablan de una época donde todo comenzó a ser de otra manera, donde la cruz empezó a marcar el camino a seguir, donde un dios único y todopoderoso se impuso por sobre dioses variopintos. Los sacerdotes las llamaban “reducciones”, nada de eufemismos. Árboles que se resisten a morir y crecen sobre los muros, envuelven un pilar hasta casi esconderlo por completo. Paredes levantadas con piedras encastradas prolijamente. Cada vez que veo esas construcciones imagino cómo sería vivir en esa época y envidio la frescura que debían tener esas casas en un clima agobiante. Pero no envidio nada más: me encanta el lavarropas, el gas natural y la losa radiante.

San Ignacio Miní

Cuando volvemos al micro Mariano, nuestro coordinador, hace una lectura de lo que acabamos de ver: nos habla de los guaraníes y la cadena de cosas que hacen que vivan en ese estado. Dice que hay una diferencia entre los guaraníes pobres y los pobres a secas. A mí me parecen lo mismo: son pobres y sus miradas están tristes, abatidas. Pero lo más triste de todo es que su presencia parece un detalle más del paisaje, una postal “inevitable”.

Tres horas más de viaje y llegamos a Wanda (pronúnciese vanda) un lugar que lleva ese nombre en honor a una princesa polaca que se sacrificó por su pueblo. Esta segunda excursión incluida en el tour era la visita a la Compañía Minera que se dedica a la explotación de piedras preciosas y semi-preciosas. El guía de este lugar intentaba ser un poco más jocoso que su antecesor de San Ignacio y mechaba chistes malos con una caterva de paparruchadas, todo expresado con una seguridad pasmosa. “Como todos sabemos”, “como ya sabrán” eran las frases que usaba para comenzar sus alocuciones de saberes generales que combinaban el esoterismo, las pseudociencias, la energía, los chacras. “Como todos sabemos, todo en el universo, tiene un por qué. Por eso está el cuarzo”. A mi lado, Pablo se mordía los labios para no proferir algún improperio. A lo largo de la recorrida donde vimos los diferentes tipos de piedras que se extraían y caminamos por algunas de las cuevas donde día a día los mineros trabajan como picapedreros (¡y yo me quejo de mi trabajo!), el guía nos hablaba de las propiedades de cada piedra para distintas dolencias como reuma, mala circulación y hormiguillones (sic) y hasta la receta para preparar un té que reemplaza al Viagra.

piedritas Carga

La visita a las minas de Wanda (nombre que mí me recordó otra película que no vi, “Los enredos de Wanda”; pero Pablo me dijo, luego de largar una carcajada, que no creía que tuviera que ver con este lugar) es el típico paseo metido de prepo, que a nadie le interesa, que sólo se entiende por un acuerdo entre el lugar y la agencia de turismo para que esta gente pueda vender algunas de sus artesanías (que por otro lado se pueden encontrar en cualquier lado). En fin, cosas que fuimos aprendiendo.

Luego de ese recorrido bastante inútil y cansador, ya que nosotros sólo queríamos llegar al hotel a darnos un baño y descansar, fuimos a almorzar a otro lugar que nosotros tampoco hubiéramos elegido: un tenedor libre más caro que los de Brasil (la típica avivada argentina). Pero estábamos hambrientos y la variedad de platos vino bien. No tanto la música que nos acompañaba, que era una radio que mezclaba la misa criolla con otras canciones folclórico-romanticonas. Esta vez la pareja de italianos se dividió: mientras él se llenaba el plato con un gran bife y guarniciones varias, ella se quedaba de brazos cruzados, miraba la comida de su flamante marido y negaba con la cabeza al mozo que le preguntaba si quería tomar algo.

Con el estómago lleno volvimos a la ruta dispuestos a hacer el último tramo. La aduana estaba a sólo 40 km de allí, pero por los trámites se estimaba que la tardanza podía llevar entre 1 hora y media y dos. Mientras, sigue la banda de sonido del viaje con Julio Iglesias y Chayane. Mi tolerancia estaba al límite. Para paliar los efectos colaterales negativos saqué mi MP3 y me conecté a Ligia Piro. Una mezcla rara y placentera: por la ventana un camino que ya era selvático y de tierra rojiza y en mis oídos música de jazz.

Para matizar la espera de la aduana hicimos algunos crucigramas y aprendimos palabras que ya me olvidé. La tardanza no fue tanta (menos de una hora) pero la llegada al hotel se alargaba más de lo deseado. Todo el pasaje del colectivo estaba repartido en 7 hoteles diferentes y el nuestro era el anteúltimo. Eran las 16:45 (24 hs y 45 minutos después de salir de Rosario) cuando llegamos al Líder Palace Hotel, muertos de cansancio y ofreciendo nuestro reino por una ducha.

El hotel que nos tocó (tres estrellas) está lejos del centro (a unas 20 cuadras). Después de bañarnos quisimos dar una vuelta por los alrededores pero después de unas cuatro cuadras volvimos al hotel (demasiado cansancio). Nuestro paquete turístico era con media pensión (desayuno y cena) pero la cena recién empezaba a las 20 hs así que hicimos tiempo viendo Los Simpsons en la tele de la habitación. A las 20:05 ya estábamos entrando al comedor. El servicio de buffet que nos acompañaría en todo el viaje hizo que comiéramos como nunca en nuestras vacaciones (acostumbrados como estamos a un menú que consiste en arroz con atún, fideos o atún con arroz). Eran las 21 hs y ya estábamos listos para dormir. Evaluamos los posibles los inconvenientes de enchufar el cargador de las pilas 220 a los tomacorrientes de 110 (increíble: con sólo cruzar la frontera, cambian tantas cosas, como los enchufes. Lo mismo nos pasó en Uruguay donde tuvimos que comprar un adaptador con un diseño de patitas que acá desconocíamos). Repasamos algunos canales de la tv brasilera y paraguaya, atestados de pastores evangélicos y publicidades inverosímiles (“Conocé la cultura Emo, mandá ´fleco´ al 2020”). Y nos dormimos temprano, agotadísimos y conscientes de que al día siguiente nos esperaba una jornada movidita.

[Continuará]


Fotos del viaje.

Ir a Día 3: Agua que no has de creer.

lunes, 25 de mayo de 2009

DIARIO DE VIAJE - Cataratas - Día 1

~ Un viaje de películas.

No es muy común salir de vacaciones en mayo, sobre todo teniendo en cuenta que con Pablo salimos de vacaciones de verano hace apenas tres meses, en febrero. Sólo dos veces salí de viaje en mayo y en ambos casos no se trataba de vacaciones sino un viaje incierto, sin rumbo fijo. La primera vez fue hace 12 años cuando me fui a Europa a bailar tango: lo único que sabía es que llegaría a Barcelona y nos quedaríamos todo el tiempo que pudiéramos. Ese tiempo fueron casi 6 meses. La segunda vez fue hace 8 años. Había renunciado a mi trabajo en Coto y me iba a Bariloche, a ver cómo era vivir en el sur, un viejo sueño de juventud. Me quedé tres años a ver cómo era. Pero esta vez fue diferente: sabíamos casi todo desde principio a fin. Era, incluso diferente para los dos, que solemos viajar por nuestra cuenta y no contratando un tour. Pero como era un viaje corto decidimos hacerlo de esta manera. Al finalizar el viaje constataríamos lo que ya sospechábamos: los paquetes turísticos no son lo nuestro.

La salida fue puntual: eran las cuatro de la tarde cuando partimos desde la terminal de ómnibus Mariano Moreno. El colectivo llevaba unos 20 pasajeros, en general gente de 50 a 60 y pico salvo por un par de parejas como la que se sentó al lado nuestro. Apenas subieron noté algo diferente. No sé mucho de marcas, pero se notaba que usaban ropa cara. Finalmente supimos que eran italianos, de Nápoli (alguien acotó lo inevitable: ¡Maradona!). En Santa Fe subirían otros italianos que eran de Torino.
Viajar en un tour te hace convivir por unos días con gente con la que no te cruzarías nunca y que nunca elegirías para pasar tus vacaciones: señoras que cuentan de sus viajes a Dubai y Ecuador, un señor mugriento que tiene las uñas negras y no para de fumar, una parejita de mieleros que tienen toda la pinta de ser fans del reggaetón (esto es puro prejuicio, porque nunca los escuché cantando esa música), un señor (el que se sentaba delante de nosotros) que aprovecha cada momento para hacer alarde del conocimiento adquirido en todos sus viajes . Así nos enteramos de que ésta era como la tercera o cuarta vez que iba a Cataratas (se ve que le gustan). Y aquí debo aclarar: puede resultar muy insoportable pero ya me gustaría a mí poder hacer alarde de todos esos viajes.

Luego de un par de horas de viaje empecé a leer el libro que me había comprado especialmente para la ocasión: “Una luna” de Martín Caparrós. Según la contratapa “… es un diario de viaje acelerado, enloquecido. Un ´hiperviaje´: un mes de saltos entre Kishinau y Monrovia, Amsterdam y Lusaka, Pittsburgh y París… en el que Caparrós, enviado por una agencia de las Naciones Unidas, se encuentra con jóvenes migrantes de muy diversas clases: mujeres traficadas, refugiados de guerra, polizones de pateras, niños soldados, víctimas del sida… toda esa enorme población actual que, de un modo u otro, busca lugares nuevos para intentar vidas distintas”.
Queda claro que no es un libro pasatista pero tengo que admitir que casi ni reparé en el contenido cuando lo compré. Tengo una admiración casi incondicional por la escritura (y el modo de vida) de Caparrós y no vacilo en gastar plata en sus libros. La cuestión es que a las pocas páginas de empezarlo me inundó una cierta depresión. No era sólo por enterarme de la vida de una mujer rusa que a los veintitantos ya había pasado por el calvario de ser vendida por su propio marido, obligada a prostituirse, forzada a perder un embarazo, vejada, torturada, despreciada por su propia familia, etc, etc. Aún antes de llegar a esa parte, en el prólogo nomás, uno puede leer la genialidad con la que Caparrós puede hablar de cosas triviales o profundas sin ser melodramático ni parco, sin dejar de sorprender. Lo admiro y lo envidio a la vez y me siento, al intentar mis propias crónicas de viajes, como un aprendiz de brujo que intenta crear un arco iris y apenas consigue una filigrana en blanco y negro.

Durante todo el viaje seremos sometidos a una especie de test de tolerancia musical: José Luis Perales (o Django, no supimos diferenciar), Luis Miguel, Los Nocheros, Eros Ramazzotti. Sólo en un par de ocasiones escucharemos sonidos más afines a nuestros oídos: Los Abuelos de la Nada, algo de música brasilera. El resto será padecimiento.
A las 18 hs estamos llegando a Santa Fe donde hacemos una parada técnica para ir al baño y recoger pasajeros. Un negocio de libros usados acapara nuestra atención. Miramos un rato y finalmente Pablo compra dos libros de ciencia ficción de una autora para mí absolutamente desconocida (Anne McCaffrey). En realidad, hasta conocerlo a Pablo, casi todos los autores de ciencia ficción, sacando a un par de best sellers, eran para mí desconocidos. Yo sólo compré una revista de crucigramas (con muchos, muchos crucigramas) que nos haría buena compañía en nuestros ratos de ocio.
Luego de cruzar el túnel subfluvial llegamos a Paraná donde volvemos a hacer una parada para recoger a los últimos pasajeros. Una vez que todos estamos arriba y en camino nuevamente, Mariano, nuestro coordinador comenzará a contarnos detalles “de lo que es” el viaje y los lugares “de que” vamos a disfrutar. La locución no era su fuerte (aunque si lo comparamos con los locutores de hoy en día casi no hay diferencias): todas sus frases tenían algún tipo de dequeísmo, algún fijensén, un “todo lo que tiene que ver con”, algún “todo lo que es”. Fuera de eso, que Pablo y yo no lográbamos pasar por alto y a mí me irrita un poco, era simpático, responsable, atento y muy alto. Cuando caminaba por el micro tenía que hacerlo encorvado para no chocarse el techo. Eso me recordó a “¿Quieres ser John Malkovich?”, una película de humor absurdo donde hay una piso llamado el 7 ½ y en el que es necesario que todos caminen encorvados por los techos bajos. Un piso a mi medida.

Mientras Mariano nos cuenta de los caminos que vamos a recorrer antes de llegar a Misiones, los ríos que cruzaremos, las rutas de las provincias de Entre Ríos y Corrientes, yo miro por la ventanilla y me acuerdo del disco “Litoral” de Liliana Herrero, de “la luna es un camalote que florece en cada aguada…”.

Más tarde vemos una película: “No reservations” con Katherine Zeta Jones y la niña de Little Miss Sunshine, una comedia dramática, simpática para un viaje. Los personajes principales son chefs así que a lo largo de la película se ven unos tremendos platos de spaghetti, carnes, salsas. Y el estómago empezando a quejarse. Lamentablemente la cena no se pareció en nada a lo que veíamos en la pantalla: nos detuvimos en un parador de Federal donde sólo podíamos elegir entre una magra variedad de sándwiches envasados. Y la compañía de un televisor que pasaba los videos “más top” con todos los clichés esperados: joven de color (negro) algo excedido de peso, vestido con ropas muy holgadas, tatuajes, collares, cadenas y anillos al mejor estilo proxeneta le canta a una mujer despampanante, rubia por supuesto, similar a un travesti muy producido, con ropas muy ajustadas al cuerpo, que se refriega y baila junto a un auto descapotable (rojo, por supuesto). La canción habla de un amor (imposible, por supuesto) que tiene final feliz, por supuesto.

La pareja de italianos no compra nada para cenar, sólo comen unos pequeños sándwiches que tienen envueltos en papel de aluminio. Y entonces me acuerdo de otra película, “Babel” y el personaje de Cate Blanchett, que estando de viaje en Marruecos se niega a tomar agua o a comer nada porque desconfía de todo lo que hay a su alrededor. O acaso, pensé, hayan visto “Slumdog millionaire”, la película que ganó varios Oscars en la última edición. Pablo y yo vimos esa película la noche anterior a salir de viaje. Hay allí, una escena en un comedor o fast food donde está trabajando el protagonista de la película. Mientras el diálogo gira en torno a la decisión de ir a buscar a su amiga de la infancia, su compañero lo ayuda a completar el pedido: saca una botella de plástico de un barril repleto de botellas vacías, la llena con agua de la canilla, toma una tapita plástica de un recipiente repleto de tapitas y con un pegamento la sella para dejarla completamente cerrada. Todo sucede de modo rápido y casi en segundo plano y mí me pareció una escena genial. Aunque ahora, viendo a los italianos y poniéndome en su lugar, los imagino recordando la película y suponiendo que Argentina e India no están tan lejos culturalmente hablando y que mejor no arriesgarse con estos sudacas tercermundistas.

Cuando volvimos al micro, y para ayudarnos a un sueño más plácido, el coordinador nos ofreció café al cognac (que realidad era licor de café al cognac) y una galletita tipo Rhodesia pero marca Royal. Con el estómago lleno me dispuse a pasar la noche. En general no tengo problemas para dormir, puedo hacerlo hasta de pie. Pero esta vez tuve suerte extra: el micro venía con asientos libres así que me pasé a los asientos de atrás y me acurruqué a lo largo de las dos butacas para dormir sin interrupciones. Pablo, con varios centímetros más de estatura y con menos facilidad para conciliar el sueño en lugares fuera de la cama, no tuvo la misma suerte. Hay veces en que ser petiso tiene sus ventajas.


[Continuará]


Fotos del viaje.

Ir a Día 2: Ruinas y piedras.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Lo normal

Sí, le cuento. Pero primero déjeme aclararle señor juez que nosotros nunca nos hubiéramos imaginado que algo así podía pasar. A nosotros digo. Claro que lo hemos visto en los noticieros, pasa mucho en Norteamérica, esos lugares. Pero acá y a nosotros, nunca.

¿Mi relación con la acusada? La tía, soy la tía.
¿Qué tipo de relación tengo? Y… de tía, soy la tía. Soy la hermana de Fabiana, la madre.
¿Si somos muy unidas? ¿Con la madre, dice? Ah, con mi sobrina… Y, lo normal. No le voy a decir que es mi sobrina preferida, porque le mentiría, pero tampoco es que le haga vacío… Lo normal. Nosotros somos de familia numerosa, fíjese que de mi parte somos tres hermanos, que suman 9 sobrinos, más los del lado de mi marido que son 7 de un matrimonio anterior… Así que imagínese la parentela que somos.

¿De la infancia quiere saber? Sí, le cuento. Ya de chiquita era, como decirle, especial. Con decirle que de bebé ni lloraba, “es una santa” decíamos y mire cómo viene a salir. Cada tanto le agarraba un berrinche que no la parábamos con nada. Ahí sí, le soy sincera, un chirlo había que darle. Pero en general era buenita. Demasiado buenita le diría, ya era raro. Y muy solitaria. Ni cuando empezó el jardín logramos que se juntara con otros chicos. Siempre solita haciendo dibujitos. Era tan mansita que hasta la maestra lo destacaba, decía “¡pero si esta chica parece una planta!”. Lo que sí, ¡tenía una imaginación! Claro, quién iba a pensar que la imaginación se le iba a ir para ese lado. A uno cuando le dicen que el chico le salió con imaginación ¿que se piensa?: me salió un Picasso, un Mozart, una cosa así. ¿Qué se va a imaginar esto? Por ahí en los dibujitos que hacía uno podía ver un costado… como decirle: oscuro. Algún compañerito con un cuchillo en la cabeza, otro colgando de un árbol, esas cosas que hacen los chicos. Y por eso la entendimos a la maestra cuando nos dijo que prefería mantenerla separada del resto para preservarla a ella… y a los compañeritos también. Es lógico, ella tenía que velar por todos.

¿Con los hermanos? Tampoco se juntaba mucho. Porque los otros eran medio salvajes, hay que decirlo. Pero eran cosas de chicos, se tiraban de los pelos, se arañaban, lo normal. ¿Cómo? ¿Si se peleaban entre los tres? Más bien era siempre los dos más grandes contra ella, no sé por qué, vio que los hermanos son así, celosos. La cosa es que la tenían medio de punto, me acuerdo una navidad que le quemaron la única muñeca que le había traído Papa Noel y después le pintaron la cara con las cenizas. ¡Cómo lloraba! ¿Pero nosotros qué íbamos a hacer?, eran chicos, haciendo cosas de chicos. Lo normal.

¿Si de chica ya daba indicios? ¡¡Para nada!! ¡Si era un pan de dios! Callada, muy seria. Como para que se dé una idea, ¿sabe qué recortaba de los diarios? Usted va a pensar las historietas, los dibujitos… no, ¡los avisos fúnebres! Cinco años tenía cuando hacía eso, pero nosotras con la madre pensábamos que era porque le gustaban las oraciones que siempre aparecen ahí… aunque ahora que lo pienso todavía no sabía leer. Bueno, como sea, ni se nos ocurrió pensar que era por algo malo. Era muy buenita. Y muy seria. Demasiado seria le diría. Siempre se quería vestir de negro, si cuando empezó primer grado, no había forma de que se pusiera el delantal. Al final accedió si la madre la dejaba ponerse un buzo negro largo que le llegaba a las rodillas. Y lo de las uñas fue otra pelea que tuvieron. ¿Dónde se ha visto que una nena de seis años se pintara las uñas de negro? ¡Y para ir a la escuela! La madre no la dejó, le dijo que tenía que madurar para hacer esas cosas. Así que recién se lo permitió cuando empezó segundo grado. Tampoco iba a dejar que hiciera lo que se le daba la gana.

Y no es que uno pueda decir que la controlaran mucho. Vio que se dice que estas tragedias pasan cuando en la casa hay un padre muy autoritario. Nada que ver. Raúl, el padre, es viajante así que está poco y nada en la casa. Y Fabiana, lo mismo, entre el trabajo, el gimnasio, el curso de flores de Bach, casi que no tiene mucho tiempo. Ni para cocinar, porque eso yo se lo dije unas cuantas veces: “esta chica no come sano”. Pero ella me decía y con razón: “yo no soy cocinera, ya es grande, que aprenda”. Y la verdad es que si no, los chicos se malacostumbran a que la madre sea la sirvienta y no es así. Lo digo por experiencia, porque yo tengo un hijo de 37 que vive conmigo y no sale de casa si no le planché la camisa. Ella no, ella los quiso criar distinto a los suyos. Pero al final mire cómo le salieron. Bah, esta chica nomás porque los otros son unos santos.

No, no , no. No es que esté diciendo que es un desastre. Es una chica normal que va a la escuela y esas cosas. Pero tiene lo suyo, como todos los adolescentes, porque al final es eso, una adolescente con cosas de adolescentes. Y después está el temita ese que ya sabemos… de los kilitos de más. Ojo que ella nunca lo sintió como algo malo, siempre estuvo orgullosa de su gordura. Aunque, hay que decirlo, no le gusta que se lo mencionen. Si por ejemplo le llegábamos a decir que parara de comer, que la terminara con los alfajores, ahí sí se ponía como loca. Vio cómo son los chicos que no la entienden, uno lo hace por su bien pero no la entienden. Y yo creo que ese tema tuvo mucho que ver en su mala relación con los compañeros y con los maestros. Igual yo creo que agrandaba un poco las cosas porque una vez vino diciendo que la maestra la había llamado al frente porque justo estaban dando la vida de las ballenas y la puso como ejemplo. Lo de las ballenas es cierto porque después vi la carpeta y tenía una lámina y todo. Pero lo otro… vaya uno a saber… Inventaba mucho.

¿Si hay alguien más así en la familia? ¿Así, cómo? ¿Obeso? Yo no diría… por ahí Fabiana la madre no es lo que se dice Valeria Mazza, pero se cuida, va al gimnasio. Se la pasa en el gimnasio. Pero esta chica nunca quiso saber nada con el gimnasio, siempre encerrada, siempre seria. Y al final nosotros decíamos y bueno, será seria nomás, tampoco uno tiene que estar riéndose como en un circo todo el tiempo. ¿Sabe lo que me estoy acordando? Que Fabiana una vez vino con una idea media rara de que capaz que a la nena había que tratarla, que capaz que un psicólogo la podía enderezar. Pero a mí me pareció una locura. ¿A qué tiene que ir un chico a un médico de locos? A qué lo vuelvan más loco. A mí que me disculpen pero esas cosas modernas son inventos para sacar plata. ¿Qué le podía faltar? Todo le dieron, nunca le faltó nada, bicicleta, internet, play station. Todo lo que querían, lo tenían. Es verdad que a la nena le compraban pocas cosas nuevas y casi siempre le tocaban las cosas que los más grandes ya no usaban. Pero eso es normal, pasa en todas las familias, tampoco se puede todo. Pero no por eso va a necesitar ir a un psicólogo, dónde se ha visto.

¿Si es agresiva? No, para nada. Por ahí contesta mal, pero muy pocas veces. Es que prácticamente no habla y cuando una le habla está con esa música enchufada en las orejas que no presta atención. Lo que sí me acuerdo de una anécdota de un día en que estábamos festejando el cumpleaños de uno de los hermanos y la madre le dijo que si seguía comiendo así iban a tener que llamar a una grúa para levantarla de la silla. A todos nos hizo gracia y nos largamos a reír, vio que uno se tienta. Pero a ella no le hizo gracia y ahí nomás se levantó como una tromba, tiró el plato de ravioles contra la pared y se fue gritando “¿por qué no se mueren todos?”. Mire usted, ahora que lo pienso, indirectamente se ve que deseaba algo así. Pero qué íbamos a pensar… Esas son cosas que se dicen sin pensar. Para mi gusto se excedió un poco porque la madre lo único que quería era que tomara conciencia. Pero se ve que ella no lo entendió así.

¿Para los 15 qué pasó? Y fiesta no quiso, como ya nos imaginábamos. Mire que hacerle eso a los padres, la única hija mujer y no querer la fiesta de los quince. Ni viaje a Disney quiso, nada. ¿Sabe lo que pidió de regalo? Quería irse a un recital a no sé qué ciudad de Europa, de un grupo que ni sé cómo se llamaba y cantaban a los gritos. Ni locos, antes que regalarle eso nos cortábamos las manos. Digo cortábamos porque para el regalo íbamos a colaborar todos. Así que nosotros le hicimos nomás la fiesta, le compramos un vestido rosa precioso que la verdad fue difícil conseguir para ese talle, pero no quiso saber nada. Dijo que antes de ponerse ese vestido se cortaba las venas. Siempre fue una exagerada. Y a la fiesta fue porque la amenazamos con cortarle internet. Pero fue con la cara larga, vestida de negro, un desastre. Y estuvo toda la noche sentada en un rincón, no se paró ni para las fotos. Teníamos que ir todos hasta donde estaba ella para posar. Pero la fiesta se la hicimos, esas cosas pasan una vez en la vida y cuando sea grande lo va a agradecer. Justamente viendo las fotos de la fiesta fue que nos enteramos del tatuaje ése que tiene, con esa frase tan terrible. Jamás nos había dicho nada que se había hecho un tatuaje y después en las todas fotos salió levantándose la manga para mostrarlo. Ahora que lo pienso hasta parece una amenaza premeditada, pero uno que iba a pensar algo así…

Si hasta en la escuela se lo festejaron. Los compañeros llevaron globos y hasta le regalaron un cd con música caribeña. Ella como siempre, que toma todo para el otro lado, dijo que era para burlarse porque a los globos les habían dibujado su cara y puesto su nombre. Y que lo de la música era porque ese estilo se llama "vallenato" que es como le decían a veces a ella para enojarla. Y la verdad que ahora yo no sé qué creer, si en la crueldad que pueden tener los chicos o en lo retorcida que puede ser la mente de mi sobrina que siempre se hace la víctima...

¿Que le cuente de la semana anterior a que pasara todo? Sí, como no. Yo hacía mucho que no la veía porque como le dije tengo mucha familia, estamos siempre de acá para allá. Y si uno no se entera de nada es porque están todos bien. La cosa que una tarde me llama mi hermana para pedirme la receta de una torta que yo siempre hago y ahí le pregunto cómo andan todos y ella me cuenta de mi cuñado que estaba en Salta, de los chicos, todo bien. Ahora que lo pienso de la nena no me dice nada, me cuenta de los dos mayores, que estaban muy bien, con trabajo, con novia, todo, pero de la más chica no me dice ni mu. Y lo que sí me cuenta muy preocupada es que no encuentra por ningún lado el revólver de mi cuñado y que él le dijo por teléfono que no se acordaba si lo había traído a casa o no. Ahí yo le dije: “pero cómo no se va a acordar de una cosa así” y ella me dice que como se junta con los amigos a practicar tiro, que es una afición que tiene de hace mucho, no se acuerda si se lo dejó en la casa de los amigos o lo trajo a la casa. Yo ahora, atando cabos y esto es una opinión mía, me doy cuenta de que la nena ya se lo debía haber sacado a escondidas y lo tenía guardado.

La cosa que al otro día me la encuentro a la nena en la calle y cosa rara en ella se cruza para saludarme y se me pone a hablar. Parecía otra, más normal. Y ahí me cuenta que va a actuar en el acto del día de San Martín y usted no sabe lo contenta que yo me puse porque la vi como alegre, entusiasmada, cosa rara en ella. Porque nunca fue de participar en ningún acto, siempre hosca, muy para adentro. Por eso me alegré porque me dije: “bueno, parece que la madurez está llegando”. Y ese día me dijo: “no sabés tía, va a ser genial, se van a acordar todos de mi actuación”. Y mire que a mí se me ocurrió pensar que a lo mejor se le daba por estudiar para actriz, por qué no, podía ser la nueva Ana María Giunta, ¿uno que sabe? ¿Por qué la vamos a menospreciar, que algún talento debe tener, escondido, pero lo debe tener?

Y así como le digo, a los dos días pasa esto que ya sabemos, que en medio del acto saca el revólver y empieza a los tiros, y bueno, toda esa desgracia que ya sabemos. Yo entiendo que no se hable de otra cosa, que la masacre esto, que la masacre aquello. Pero en el medio de todo eso está mi sobrina, que es un ser humano como cualquiera que se merece otra oportunidad. Qué se le va a hacer, nos salió medio torcida y encima gordita, pero no tiene la culpa. La culpa es de los demás, de la sociedad que está enferma y no sabe aceptar al que es diferente. En la escuela, ¿no se dieron cuenta los maestros? Claro, si se la pasan de huelga. Ahora resulta que mi sobrina es una asesina ¡ pero por favor! ¡Ella también es una víctima! ¡Todos somos víctimas de esta sociedad! No hay contención para el chico de hoy, no se lo toma en cuenta, se lo discrimina. Y claro, después pasan estas cosas. Hasta que la sociedad no cambie de mentalidad, esto no cambia señor juez.

lunes, 27 de abril de 2009

El viento trae un extraño lamento

[Siguiendo con las crónicas de viaje, aprovecho para desempolvar un viejo relato de mis primeras épocas en Bariloche]


Hacía menos de un mes de mi llegada a Bariloche y todavía no había hecho las excursiones de rigor. Como pensaba quedarme algún tiempo más, no tenía apuro, sobre todo teniendo en cuenta lo impiadoso del clima: ya se contaban 23 días seguidos en que la llovizna se hacía presente, durante horas seguidas o al menos por unos minutos, acompañada, claro está, por el viento frío, los nubarrones y demás ingredientes que conforman un panorama poco turístico. Pero, eso sí, ideal para pasarse las tardes en el albergue comiendo tortas fritas, jugando al TEG, comiendo fondue, mirando películas, comiendo.

Fue la primera nevada de la temporada (un lunes feriado, 9 de julio de 2001) cuando recibí la curiosa invitación. La excursión se organizó en cuestión de minutos: éramos unas diez personas entre conocidos y recién llegados. Con una excitación propia de estudiantes secundarios salimos a juntar cartones y bolsas (sintiendo un leve pudor ante los auténticos cartoneros, aunque no eran tantos en esa época) para procurarnos de los trineos artesanales; preparamos los víveres (licor, chocolates, cigarrillos) y emprendimos la marcha, cual niños exploradores. Fuimos caminando ya que nuestro destino estaba cerca: unos 20 minutos a pie del albergue.
La nieve había dicho presente sin titubeos, exuberante y nuestras huellas se hundían profundamente en el camino de ascenso al cerro Otto. Detalle más, detalle menos, no dejaba de ser un paseo cotidiano, sólo que la tranquilidad de la medianoche y la luna llena lo convertían en una escena un tanto más memorable. Todo envuelto en ese silencio profundo y esponjoso, como espuma, que se apodera de la ciudad. El silencio de la nieve.

Serían alrededor de las 0:45 cuando comenzamos a subir hasta alcanzar un rellano que nos servía de pista de largada para nuestros trineos, más prosaicamente llamados “culi patines”. Desbocados, chillando como criaturas, parecíamos un tropel de niños adultos (todos rondábamos los treinta años) o de adultos con un ataque de regresión. Tan desinhibidos, tan inconscientes ante el peligro. Nuestros alaridos retumbaban en la noche inmensa. Me tiré de espaldas para recuperar el aliento. Mirando hacia arriba, la luna era demasiado perfecta para que fuera real: plateado sobre plateado, la luna iluminando la nieve, la nieve bañada de luna. Y nosotros, hundidos en la nieve, rodeados de noche.

Cuando los precarios trineos quedaron inservibles decidimos seguir subiendo. A medida que avanzábamos, el volumen de la nieve aumentaba y teníamos que hundir las piernas hasta las rodillas en cada paso. Gracias a que nuestros músculos habían estado muy activos, todavía no sentíamos el frío amenazante que acechaba. Inexpertos en la mayoría, sólo algunos contaban con el equipo adecuado: botas y ropa impermeable, buzos térmicos. Luego de andar unos treinta minutos, ya menos exaltados y más prudentes, porque el ascenso requería de nuestras energías, descansamos en otra meseta tratando de buscar refugio bajo un enorme pino cubierto de nieve. Por allá arriba el viento ya se hacía escuchar con fuerza. Nos detuvimos un momento a observar la postal que no se encontraba en las vidrieras de los negocios de fotos: la ciudad iluminada a medias, chiquita y adormecida, enmarcada en blanco nocturno, se asemejaba al pueblo encantado de un cuento de hadas. Otra vez los niños se asomaban por nuestra mirada y nuestra sonrisa, y de pronto éramos Hansel y Gretel, y Pulgarcito y Caperucita.

No había ogro, pero el frío, como un lobo traicionero, se empezó a meter por cada rinconcito del cuerpo y empezamos a sentir los dedos inertes y congelados. Tratábamos de engañarnos con licor y mantecol, sacábamos fotos, hacíamos chistes. Pero a algunos se nos hacía imposible olvidar el frío. El viento empezó a arreciar con una nevisca furibunda y los pinos sibilantes se sacudían la nieve de las ramas sobre nosotros. Yo sólo pensaba en volver; aunque la aventura había sido de por sí inolvidable mi cuerpo no dejaba de tiritar. Pero nunca faltan los que siempre quieren más. Y como lo mejor era que volviéramos todos juntos, llegamos a un acuerdo: esperaríamos al reparo (ese escaso reparo) mientras el cuarteto de osados subía hasta otro descanso donde, decían, la vista era aún más espectacular. Los vimos alejarse, decididos y joviales. Nosotros, mientras tanto, bailábamos y cantábamos para sobrellevar la espera helada.

Pero esa espera se hizo más larga de lo acordado y nuestros compañeros no volvían. No era para preocuparse ya que entre ellos estaba Marcos, uno de los dueños del albergue, baqueano en la montaña y habitué de este tipo de aventuras. Pero a nosotros, bichos de ciudad cuyo mayor contacto con las alturas era la montaña rusa del parque de diversiones, la situación empezó a incomodarnos. Y sigilosamente la sombra de la noche empezó a oscurecer algunos humores: estaban los que querían volverse solos, los que hacían fuerza para esperar al resto; otros no teníamos la menor idea sobre qué hacer.

Ya no quedaban vestigios de la algarabía primera y el fastidio se colaba entre nosotros como el silbido del viento, cada vez más inclemente, que a veces parecía traer un extraño lamento. Finalmente Mariela, la novia de Marcos y la más experimentada de los que nos habíamos quedado, alcanzó a ver que a lo lejos parpadeaba una linterna, señal de que estaban cerca. Nos aprestamos entonces a comenzar el descenso, muy cuidadosamente, porque a diferencia de lo que creíamos, era más dificultoso que la subida. A cada paso estaba el riesgo de meterse en un pozo, de resbalar, caer mal y quebrarse. No habíamos hecho ni 50 metros cuando oímos la voz de Marcos:
- ¡¡Ey!! ¿el gallego está con ustedes? –gritó, preguntando por Julio, el turista español.
- ¡¡¡No!!! – contestamos al unísono – ¡¡¡Si se fue con ustedes!!!

Julio no estaba, ni con ellos ni con nosotros. Caminábamos por el medio de la montaña, era de madrugada, el cielo presagiaba tormenta y Julio no estaba. Los más temerosos sentimos algo parecido al desasosiego, los más prácticos discurrieron sobre los posibles caminos alternativos que Julio pudiera haber tomado. Gritamos su nombre a viva voz, haciendo una pausa prolongada luego de cada evocación para esperar la respuesta, pero sólo nos volvía un eco silencioso.
Se armaron dos grupos de personas más o menos experimentadas, más o menos temerarias y se repartieron itinerarios, santos y señas, recomendaciones. Los demás, inquietos y congelados, esperamos directivas. Se decidió que lo mejor era seguir bajando, para no generar posibles hipotermias y por qué no, ataques de histeria. Y de ser necesario, alguien tendría que avisar al Club Andino si Julio no aparecía.

La luna se escondía de a ratos entre las nubes negras y entonces la soledad era total. El descenso era demasiado callado. Yo temía desmayarme de un momento a otro porque casi toda mi ropa estaba mojada y casi todo mi cuerpo también y no había forma de retener el calor cuando a mi alrededor sólo había nieve. Y como en el tango de Cadícamo, humillando ese tormento, todavía pasaba el viento empujándome. De repente llegó un grito agudo que se diferenció del silbido de la noche. Por unos segundos no supimos distinguir la naturaleza del grito y nos miramos sorprendidos. Pero en seguida vimos a lo lejos la campera colorada de Julio que saltaba y jugueteaba con la linterna, con los improvisados rescatistas a su alrededor. Un calorcito tenue se avivó en el pecho y el alivio nos devolvió la sonrisa a la cara. No hubo mucho tiempo para abrazos y reproches porque ahora sí todos estábamos demasiado apurados por llegar al albergue, preparar café caliente, sentarnos al lado del fuego y estirar lo que quedaba de la noche con detalles floridos y grandilocuentes de nuestra aventura nocturna en el Cerro Otto.

miércoles, 18 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 13. Paysandú, llegando al fin.

Miércoles 11 de febrero.

A madrugar otra vez. Salimos del hotel cuando todavía era de noche, tomamos un taxi y enseguida llegamos a la terminal para subirnos al colectivo que salía a las 6 hacia Paysandú. Unas tres horas después estábamos camino a La Posada del Centro, donde nos alojamos. La Posada está ubicada frente a la plaza Constitución y es una vieja casona con habitaciones amplias (ésta era todavía más amplia que la del hotel de Tacuarembó y tenía además un pequeño patio). Dejamos los bolsos y salimos a buscar un desayuno. En “El Bar” (evidentemente no hicieron un brainstorming para ponerle nombre) pedimos dos cafés con leche y medialunas.
- ¿Medialunas solas, sin nada? – preguntó el mozo.
- Sí, así nomás.
Recién cuando llegaron las dos tremendas medialunas, ésas que ya habíamos probado en sandwich, entendimos que lo que debimos haber pedido eran croissants.

Caminamos de nuevo hasta la terminal para asegurarnos el pasaje del día siguiente (snif, ya teníamos que volver a Rosario) pero la oficina que vendía los pasajes que necesitábamos (a Colón) abría a las 3 de la tarde por lo que fuimos al reverendo cuete. Aprovechamos la mañana paseando por la ciudad, recorriendo algunos de los “must” de Paysandú: la Basílica Nuestra Señora del Rosario (cruzando la plaza Constitución), el Museo de la Defensa y el Museo Histórico (donde los únicos tres visitantes que había en ese momento eran… rosarinos!). Este último museo tenía una simpática maqueta con la ciudad de Paysandú reconstruyendo la época en que fue atacada por los portugueses y donde el general Leandro Gómez resistió hasta que fue ejecutado. La guía iba mostrando cómo fue el ataque mediante lucecitas que prendía y apagaba sobre la maqueta. Una explicación muy didáctica que por momentos me recordó a la escuela primaria.

reflejos

Ya volviendo hacia el hotel compramos algo para almorzar y nos sentamos en el pequeño patiecito a disfrutarlo. Dormimos la siesta (en realidad sólo Pablo porque para entonces a mí me había empezado a atacar la tos y no me dejaba estar acostada; las vacaciones estaban llegando a su fin y evidentemente mi cuerpo rechazaba de plano la idea de volver a la rutina). Ya descansados salimos a comprar caramelos para aliviarme la garganta y volvimos una vez más a la terminal a sacar los pasajes (para las 8:15, ¡otra vez a madrugar!) con la esperanza de llegar a Colón a tiempo para tomar el colectivo de las 9 que salía a Rosario. La señora de la ventanilla dijo que eso dependía de cuánto se tardara en cruzar la frontera, que esas cosas nunca se saben. Sospecho que en lugar de “Atención al cliente”, la empresa tiene una oficina llamada “Me ne frega el cliente”.

Después, a caminar. Pablo ya había estado en Paysandú hace algunos años, pero sólo una tarde. Recordaba vagamente algunos lugares y quería que yo también los conociera. Hicimos un itinerario haciendo coincidir las plazas hasta llegar a la costanera. Paysandú es una ciudad del interior como tantas que, tal vez por la cercanía con Argentina, tiene más cosas en común con nuestro país que las otras ciudades que visitamos. Y como en toda ciudad del interior, la gente que por la mañana se amontonaba en las calles céntricas ahora parecía haberse evaporado. Las veredas estaban casi desiertas, sólo en las plazas alguna mamá hamacaba a su hijo, algunos ancianos tomaban mate. En esos momentos añoro vivir en un lugar tan tranquilo, pero inmediatamente pienso en el soberano aburrimiento que debe implicar esa tranquilidad y se me van las ganas tan pronto como llegaron.

puerto

Caminamos y caminamos. Era evidente que ya estábamos acumulando el cansancio de varios días de caminatas porque el aguante duraba menos (estamos a acostumbrados a caminar en Rosario, pero aquí lo hacíamos por triplicado). Visitamos plazas, la vieja estación, la costanera donde nos sentamos un ratito en la arena a ver los rayos del sol que se reflejaban en el río y le daban un color especial a la tarde. Fuimos hasta el puerto que, a diferencia de la época en que Pablo lo visitó, ahora estaba cerrado a los visitantes. Para las 20:30 yo estaba a punto de tener calambres en las piernas de tanto caminar. Nos sentamos en la plaza Colón a descansar mientras empezaba a anochecer. Buscamos inútilmente un locutorio para llamar a Rosario (nunca lo encontramos) y cuando ya estábamos llegando al hotel caí en la cuente de que me había quedado con muchos pesos uruguayos que no iba a poder cambiar (tal vez en Rosario, pero con cambio desfavorable). Decidimos entonces gastarlo en algo satisfactorio: ¡comida! Nos sentamos en un restaurante y pedimos pescado y pollo a la crema y cerveza y llegamos justito (con monedas y todo) a pagar la cena con uruguayos. Llegamos al hotel agotadísimos pero pipones.

Madrugamos por última vez en nuestras vacaciones para tomar el Copay hacia Colón. Como era de esperar, no llegamos a tiempo para tomar el colectivo de las 9 por lo que tuvimos que esperar hasta las 14. Pero después de la odisea de Valle Edén, esperar 4 horas en una estación con bar, baños y a la sombra era un juego de niños. Desayunamos en el bar, compramos el diario y hasta fuimos a pedir un mapa a la oficina de turismo (per jodere nomás, ya que no pensábamos hacer ni media cuadra con los bolsos a cuestas). Almorzamos algo liviano y a las 14 ya estábamos listos para nuestro último tramo de viaje. No habíamos hecho muchos kilómetros cuando el colectivo tuvo un pequeño percance: estacionados en la terminal de Concepción del Uruguay, empezaron a pasar los minutos, el calor a sentirse en forma preocupante y los pasajeros a impacientarse. Pero nadie venía a decirnos qué pasaba. Acostumbrados como estamos con Pablo a que siempre haya algún problemita en nuestros viajes de regreso, respiramos hondo y nos preparamos para escuchar una noticia funesta. Pero no, unos 20 minutos después y sin que mediara explicación alguna, nos pusimos otra vez en marcha.

El regreso, como son en general los regresos, se hizo largo y tedioso. Yo seguía con mi tos a cuestas (aunque con caramelos que la aliviaban) y el paisaje ya nos parecía demasiado repetido. Rosario nos esperaba como era de imaginar: con calor, humedad y el agobio propio de la ciudad. Las vacaciones habían terminado. Ahora sólo quedaba tratar de alargar el máximo posible esa sensación placentera del viaje, reviviéndolo una y otra vez. Por eso estas crónicas, que ahora sí, llegaron a su fin.

~ FIN ~

Fotos del viaje.

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martes, 17 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 12. Valle Edén, perdidos en el paraíso.

Martes 10 de febrero.

Dormimos largo y tendido (fue uno de los pocos días en los que no tuvimos que madrugar para tomar algún colectivo). Desayunamos también largo y tendido y luego partimos. El plan era visitar Valle Edén, para lo cual había un micro (¡para este lugar sí había transporte!) a las 11:45. Como todavía teníamos tiempo fuimos a visitar un par de museos. Primero fue el Museo del Indio y del Gaucho (con mucha piedra, boleadoras y unos bonitos elementos gauchescos) y luego fuimos al Museo de Geociencias (quedaba apenas a unas cuadras). Aquí encontraríamos a una señora al parecer bastante aburrida que nos persiguió durante toda la recorrida dándonos explicaciones un poco inútiles (ya que era lo mismo que estaba en los cartelitos impresos) mientras se quejaba del calor (evidentemente no éramos sólo nosotros los aturdidos por las altas temperaturas). Pasamos por el Ta-Ta (la marca líder en supermercados en Uruguay) a comprar algo para el almuerzo y fuimos a la terminal a tomar el “Calebus”.

en la vía

Una media hora después estábamos en Valle Edén que prometía, otra vez desde un folleto turístico: “Agrestes serranías junto a la calidez humana. Monte natural y danzante arroyo de aguas cristalinas. Avistamiento de aves y flora exuberante. En ese entorno: puente colgante, zona de camping, parador, cabañas… Y el Museo Carlos Gardel, testimonio fehaciente de una verdad histórica: El Zorzal Criollo nació en Tacuarembó” (todo lo que está entre comillas es textual del folleto). Aquí es necesario hacer una aclaración. ¿Por qué visitar Tacuarembó? Se preguntarán ustedes. Y nosotros nos preguntamos lo mismo. Sucede que cuando planeábamos el viaje queríamos recorrer el país todo lo que pudiéramos y para que nuestro regreso no se hiciera tan aburrido decidimos volver por el interior y de paso conocer otras ciudades que las de la costa. Tacuarembó quedó casi por obligación teniendo en cuenta las rutas y porque a mí, tanguera y gardeliana, el nombre me sonaba de tanto escuchar las teorías del nacimiento del cantor. Por internet vimos que había museos y paseos para visitar y pensamos que era una buena opción. Pues no lo fue. Tacuarembó es suficiente a lo sumo para una tarde a menos que se cuente con vehículo propio (con aire acondicionado) para recorrer las largas distancias que separan un "punto turístico” de otro.

Nosotros no teníamos auto así que ni bien nos bajamos del colectivo (otra vez, como en la Fortaleza, en el lugar equivocado) tuvimos que caminar alrededor de un kilómetro y medio para llegar a algún lugar con sombra. Pleno mediodía, un sol que apuntaba directo a nuestras molleras y la sospecha de que los folletos eran medio mentirosos. Después de pasar el camping y el arroyo, llegamos al Museo Carlos Gardel y nos sentimos aliviados: el predio cuenta con un espacio verde con mesitas y bancos a la sombra donde nos dispusimos a descansar, almorzar y reponer fuerzas. Sacamos fotos en lo que se supone una estación de trenes abandonada (aunque más tarde veríamos pasar un tren) y visitamos el museo en sí: gran cantidad de fotos de Carlitos, junto a algunos documentos que dan por definitivo el nacimiento del cantor en Tacuarembó. No todos los estudiosos concuerdan en este dato, pero allí no tienen la menor duda.

Después de la recorrida decidimos visitar algunos de los otros puntos mencionados en el pequeño mapa. Teníamos tiempo ya que el colectivo de vuelta recién pasaba a las 19:30 hs. Pero la señora del museo nos desalentó enseguida: el punto más cercano quedaba a unos 5 kilómetros en los que no había sombra y con el ese sol y esa temperatura no lo recomendaba. Podíamos, dijo, intentar ir a la Gruta de los Chivos para lo cual llamó a uno de los baqueanos que le indicó el camino a Pablo mientras yo iba al baño. Pero las indicaciones no fueron muy claras y al ratito nomás de estar caminando nos encontramos en un camino sin salida. Toda la sombra posible estaba separada de nosotros por un alambrado (el paraíso tiene dueños) y el sol de las dos de la tarde era desesperante. Intentamos un camino alternativo desoyendo las indicaciones del baqueano y tratando de adivinar el planito pero todo a nuestro alrededor parecía demasiado lejano y nada hacía pensar que llegaríamos a algún lugar interesante (al menos no antes de morir insolados). Nos ganó el desánimo y empezamos a desesperarnos. Nos quedaban cinco horas por delante bajo un sol insoportable. Por suerte Pablo había sugerido que en lugar de mate lleváramos dos termos con agua fría pero igualmente ya empezábamos a temer una deshidratación. Tomábamos pequeños sorbitos de agua cuando nos hubiera gustado bajarnos el termo de un saque; la sed nos apremiaba pero no queríamos quedarnos sin agua el resto de la tarde.

Casi abatidos caminamos hasta el único sector de sombra que habíamos visto pasando el arroyo de “aguas cristalinas bajo el puente colgante”. El lugar tenía una curiosa escultura y un par de placas con una extraña leyenda en memoria de un tal Richard Cuello Pantera, firmado por ciertos “piratas del asfalto”. Ya en Rosario, y gracias a Google, sabría que se trata de un grupo de motoqueros que se hacen llamar los Pachucos y que eligieron ese lugar para erigir un memorial a los muertos en accidentes.

Pachucos de Tacuarembó

Bajo un árbol tiramos nuestras lonitas y allí nos quedamos con la esperanza de que se nos ocurriera algo para hacer. Pero pasaban los minutos y ninguna parecía una buena opción: caminar hasta la ruta y hacer dedo no nos parecía bueno ya que con suerte pasaría un auto cada 20 minutos y no sabíamos si era costumbre por esos lares hacer dedo. Nos arriesgábamos a estar bajo el sol esperando y tal vez nos dejaran a mitad de camino donde ni siquiera podríamos tomar el colectivo. Pedir un taxi (había por allí una oficina de policía donde seguramente tendrían teléfono) podía salirnos carísimo. Hasta pensamos en visitar el “pueblo” de Los Rosano que según el mapa estaba justo enfrente, cruzando la ruta. Pero ninguna nos parecía una buena idea. Nuestras vacaciones estaban terminando y nosotros sentíamos que de la peor manera. Finalmente Pablo sacó el libro que había llevado (yo al mío lo había dejado en el hotel para no cargar con tanto peso) y pronunció las palabras mágicas: ¿Querés que te lea?. Esto puede sonar a lugar común, pero esa tarde en medio del calor tórrido y el desánimo, la literatura fue nuestra salvación. El libro era “Memorias del desierto” de Ariel Dorfman, que cuenta el recorrido que el autor hizo por Chile a través de los pueblos que fueran pujantes gracias a la extracción de minerales y hoy son pueblos fantasmas. Y así, entre historias de mineros, se nos pasó la tarde.

Mechamos la lectura del libro con nuestros planes para próximas vacaciones visitando justamente Chile. A eso de las 18 nos preparamos para volver a la ruta. Todavía faltaba una hora y media para que pasara el colectivo pero nos tomamos tiempo para caminar por la orilla del arroyo, sacar algunas fotos y hacer el resto del camino a paso lento. Por suerte ya estaba bastante nublado y eso nos hizo fantasear con una tormenta en medio del campo, que nunca sucedió. La tormenta tardaría un rato en llegar.

Una vez en la ruta encontramos un refugio para esperar el colectivo. Allí nos quedamos, de a ratos leyendo el libro, de a ratos mirando a los paisanos de a caballo arreando vacas. Tratábamos de adivinar qué tipo de pájaros eran unos que se juntaban en el campo de enfrente (finalmente el folleto tenía razón con lo del avistamiento de aves). Y hasta nos entretuvimos mirando una construcción que estaba del lado de enfrente, unos 100 metros más allá. Era una vieja casa a la que de a poco iba llegando gente. Jugamos a imaginar que ésos eran Los Rosano y que en realidad eran los únicos habitantes de ese pueblo. A las 18:30 pasó el Calebús en dirección contraria, hacia Tambores (era el colectivo que salía de Tacuarembó a las 18 hs y que a la vuelta pasaría a buscarnos a nosotros) y eso nos puso contentos porque hasta habíamos llegado a pensar que nunca más pasaría el colectivo, que íbamos a quedar varados en la ruta, que íbamos a tener que pedir asistencia a Los Rosano. Cuando el colectivo paró se bajaron unas cuantas personas: algunas se dirigieron a lo de Los Rosano y dos mochileros caminaron en dirección al camping: eran los extranjeros que la noche anterior estaban sentados a nuestro lado en el bar “La sombrilla”. Tuvimos ganas de avisarles que el lugar tal vez no era lo que esperaban y hasta nos compadecimos de ellos pensando que iban a acampar en medio de una tormenta. Pero también pensamos que probablemente eran europeos cansados del confort y la buena vida del primer mundo y buscaban algo de aventura tercermundista. De ser así, no se irían defraudados.

Valle Edén

También presenciamos el momento en que dos gallinas, que aparentemente habían escapado de Los Rosano, cruzaban la ruta a toda carrera en el peor momento, ya que una de ellas fue alcanzada por un auto y quedó inmóvil en medio del asfalto. Yo empecé a lamentarme de la difuntita mientras veía cómo la otra gallina se acercaba y se quedaba al lado de la moribunda, corriendo el riesgo de sufrir el mismo trance. Unos tres minutos después, cuando se acercaba otro camión y la gallina sobreviviente se negaba a salir de la ruta sucedió algo sorprendente: la moribunda, que había estado completamente inmóvil todo ese tiempo, pego un salto y las dos salieron corriendo campo adentro. Quedamos patitiesos, nunca habíamos visto una gallina haciendo el muertito.

Cuando subimos al colectivo no podíamos creer que habíamos soportado todas esas horas bajo ese sol impiadoso y habíamos salido ilesos (y sin que el malhumor de uno se desquitara con el del otro). Cuando llegamos a la terminal de Tacuarembó empezó a llover con ganas. En el camino compramos algo para comer y llegamos al hotel, empapados pero contentos de estar a salvo y bajo techo. Para entonces estaba diluviando. Nosotros nos refugiamos en la habitación y nos entretuvimos mirando un programa de televisión donde un supuesto Pai Umbanda hablaba sobre las ofrendas que hay que hacerle a la “entidad”. Para tener en cuenta: a la “entidad” le gusta el whisky importado.

Nos dormimos escuchando la lluvia. Al otro día teníamos que volver a madrugar para tomar el micro que nos llevaría a Paysandú: nuestra última parada en las vacaciones.

[Continuará]
Fotos del viaje.

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