jueves, 26 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 6. Atardecer en La Paloma

Miércoles 4 de febrero.

La mañana se fue en viajes (del hostel a la terminal, de la terminal a la Paloma). El trayecto fue más largo de lo que yo esperaba (3 horas y media) y como siempre que llegamos al mediodía, además del cansados por madrugar y por el viaje, ¡teníamos hambre! Saliendo de la terminal caminamos una larga cuadra y llegamos al Hostel Ibirapitá, el único lugar donde tuvimos que dormir en habitaciones compartidas porque no habíamos conseguido habitación doble. Largamos los bolsos y fuimos a buscar un lugar para comer. Encontramos un carrito que ofrecía hamburguesas, milanesas, chivitos, todo en sándwiches. Nos decidimos por la milanesa aunque lo que recibimos fue en cambio algo más indefinido y misterioso que poco a poco fuimos desentrañando. La carne parecía picada, molida más bien y la cubierta se asemejaba a la pasta que se usa para cubrir los llamados escalopes (a saber: harina y huevo, sin pan rallado). Todo frito en un aceite que fácilmente se podía adivinar como requeteusado y quemado. Así y todo fue evidente que teníamos hambre porque la devoramos enseguida y la digerimos bastante bien. Para bajar esa pequeña bomba alimenticia caminamos hasta la playa para ver por primera vez el mar (técnicamente hablando porque lo de Montevideo, aunque lo pareciera, era todavía el Río de la Plata).

mar de piedras

Aquí cabe aclarar que así como Ramón Gómez de la Serna afirma que “la lluvia es triste porque nos recuerda cuando fuimos peces”, algo de esa “conciencia anfibio-ancestral” (término que acabo de inventar) se activa en mí cada vez que veo el mar: sencillamente me emociona. Muchas veces traté de encontrarle explicación pero no es fácil: es ese sonido constante y arrullador, ese movimiento continuo, a veces suave, a veces violento; ese juego de las olas, que nunca terminan de llegar, que nunca se quedan. Y la frescura. Y el viento, presente en cada una de esas cosas. Por todo eso y más, para mí estar cerca del mar es una tremenda alegría.

Volvimos al hostel (eso es lo bueno de estos lugares pequeños, todo está cerca) a ponernos la malla, buscar el mate, bañarnos en protector solar y volver a la playa. Apenas llegamos nos zambullimos en el agua aunque yo salí enseguida porque el viento frío y el agua salada suelen martirizarme con dolor de oídos, pero Pablo, que estaba por primera vez bañándose en el mar, entraba y salía como un niño feliz que acaba de recibir un regalo de Reyes. Le encantó el mar y a mí me encantó que le encantara.
Mientras nos bañábamos vimos un bulto indefinible que se bamboleaba sobre las aguas. No sabíamos qué era pero ya daba un poco de asquito. Barajamos posibilidades: una gran bolsa, un pedazo de madera, un animal muerto. Un grupo de niños que también quería sacarse la duda arrastró el bulto hasta la orilla con ayuda de una pequeña red. Resultó ser una enorme tortuga (que flotaba con el caparazón hacia abajo, por eso no la reconocimos). Estaba, por supuesto, muerta y desde el momento en que los niños lo constataron se convirtió en su objeto de juego durante toda la tarde: le golpeaban el caparazón, le tiraban agua, arena, la movían de aquí para allá. Los niños siempre saben divertirse.

Lo único malo de la playa es el viento (como dice León Felipe en muchos de sus versos “el que decide es el viento”). Cuando empezó a soplar tanto como para sentir frío decidimos volver. Pero sólo a dejar los bolsos y abrigarnos. Estaba atardeciendo y no podíamos perdernos la puesta de sol en la playa. Esta vez fuimos en otra dirección, hacia la playa que está a la derecha del faro y caminamos por la orilla mirando el sol esconderse. Ése es casi el único motivo por el que yo me iría a vivir a una casa cerca del mar: para poder caminar por la orilla, los pies descalzos, el agua escurriéndose por los dedos, el viento en la cara.
Sacamos muchas fotos tratando de retener en la cámara ese momento que nos parecía único. Los atardeceres siempre parecen únicos. Y acaso sea el mar el que les da un marco más esplendoroso y vasto. Aunque también me generan un cierto desasosiego que no me resulta fácil describir. Ese momento tan natural y redundante en el que el día deja de ser y la noche avanza, me provoca una sensación de extraña calma: me sincera frente al mundo y descubre mi nimiedad en el ciclo de la vida. Casi diría que me siento observadora de una película de la que no soy más que eso: espectadora. Y hace que me sienta más insignificante que un grano de arena, y a la vez me alivia: saber que soy tan prescindible. Nos quedamos un rato sentados en la arena y abrazados en silencio viendo los últimos rayos de luz. Suena trillado y cursi (y lo es), pero me permito decir que un atardecer frente al mar al lado de la persona amada es algo que nadie debería dejar de vivir al menos una vez.
Ya entrando en la noche, volvimos al hostel mientras yo susurraba una y otra vez esa canción de Drexler de la que apenas sabía el primer verso: “Hay una parte de mí que va camino a la Paloma”.

atardece

Todo el romanticismo y la emoción vividos momentos atrás se deshicieron en segundos al llegar al hostel. Para poder darme una ducha debí hacer cola y esperar más de media hora, entrar a un baño desastroso, sucio, visitado por sapitos. No dejé que mi costado burgués malograra mis vacaciones. Eché mano a mi acostumbrado mecanismo de defensa y se me dio por pensar en alguien que no tuviera la posibilidad ni siquiera de ese baño diario. Y pensé en Ingrid Betancourt (soy un poco dramática, lo sé) y los días que habría pasado en la selva sin poder limpiarse, encadenada, sintiéndose poco menos que un animalito. Yo apenas estaba tomando un baño un poco frío; mi fastidio era exagerado. Me reí de mi súbito conformismo y terminé el baño lo más rápido posible. Más tarde cocinamos en la diminuta cocina del hostel un menú conocido (arroz con atún!) y antes de acostarnos fuimos a dar una vuelta por la feria artesanal que estaba justo enfrente del hostel. Pero fue un paseo corto porque yo tenía frío (y mucho sueño!). Nos metimos en la cama antes de las 11 de la noche, pero tardaríamos en dormirnos porque entre nuestros compañeros de habitación había unos israelíes que hablaban como si estuvieran en un picnic (¡y encima no entendíamos nada!). Finalmente Morfeo hizo su aparición y me entregué decididamente en sus brazos, exhausta.

[Continuará]


Fotos del viaje.

.Seguir al capítulo 7: Serenidad en La Paloma.
.Volver al capítulo anterior.

2 comentarios:

Mauro Montenegro dijo...

Varias cosas: Antes que nada, impecable como siempre tu relato.
He oído hablar de lo que tu llamas "conciencia Anfibio-Ancestral", pero con un nombre mas científico, Memoria genética, pero de todos modos, habla de lo mismo (creo).
Por otra parte, habría que averiguar sobre el motivo del dolor de oídos en el mar, a mi me resulto bastante insoportable, no contaba con eso, pero bueno, no eres un caso excepcional. Me gusto mucho la imagen del atardecer marino, a mi me provoca mucha nostalgia, tristeza, depresión, pero a su ves le encuentro un lado profundamente imnótico, acá, en Jamaica, y en Egipto (lugares que no concurrí jamás).
En fin, me dejo de charlar. Un abrazo para usted.

Marisali dijo...

Muchísimas gracias Mauro!

Lo de la memoria genética no lo sabía y además suena más serio.

Gracias otra vez, por leer, por comentar, por charlar. Saludos!