martes, 24 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 5.El Prado de Montevideo

Martes 3 de febrero.

Como si despertara de un mal sueño que se prolonga más allá de la vigilia, ese martes desperté con un espantoso malestar. Los síntomas me hicieron recordar una gastroenterocolitis que tuve hace un par de meses y me hicieron pasar una de las peores noches del año. Pero esta vez eran sólo síntomas, lo que me confundía un poco. Inmediatamente tuvimos que cambiar los planes para ese día ya que no podía moverme de la cama. Un poco descolocado por el imprevisto, pero sobre todo por mi cara de moribunda, Pablo decidió ir hasta la Terminal Tres cruces a sacar los pasajes a La Paloma para el día siguiente (ya teníamos alojamiento reservado). Cuando regresó cerca del mediodía ya me sentía un poco mejor, almorcé un yogurt mientras él se comía una de esas medialunotas, esta vez rellena con queso y salame. Aunque temerosa porque me sentía un poco débil, decidimos ir por la tarde a recorrer el barrio El Prado, otra de las recomendaciones de Polifemus. Fue un largo viaje en colectivo, unos 35, 40 minutos. Apenas nos bajamos buscamos el punto de partida sugerido y empezamos, hojas impresas en mano, el recorrido trazado por Polifemus, siguiéndolo al pie de la letra para no perdernos detalle.

El Prado es un barrio residencial que se adivina muy próspero en otra época, casonas muy elegantes, calles grandes, árboles añosos, mucha sombra y tranquilidad. Una especie de Fisherton con las casonas que se levantan en Boulevard Oroño. Hay un parque muy grande que recuerda al Parque Independencia (pero con menos árboles), un gran rosedal (compuesto por una plaza central rodeada en su totalidad por una glorieta) que lamentablemente no tenía rosas pero que al florecer deben componer un paisaje bellísimo; un arroyito que a pesar de las advertencias no tenía tan mal olor. El hotel del Prado (escenario del crimen pasional donde murió la poetiza uruguaya Delmira Agustini y que conmovió a la sociedad de principios de siglo pasado) parecía cerrado pero de todos modos tuve tiempo para delirarme con su fachada: me acordé de esas películas de Hollywood donde señoras hermosas vestidas de fiesta bajan por larguísimas escaleras blancas yendo al encuentro del galán que las hará danzar toda la noche (inevitablemente siempre que veo salones muy grandes y lujosos viene a mí el mismo pensamiento: “qué buen lugar para hacer un baile”).

tortolitos en la glorieta
También visitamos el museo de Bellas Artes Juan Manuel Blanes, que por su colección no es ni mejor ni peor que cualquiera de los museos de Bellas Artes que hemos visitado (queda claro que nunca hemos estado en París, Roma o Nueva York) y lo mejor que tiene es la casa en sí misma, con un hermoso parque (que me hizo acordar a la casa de Victoria Ocampo en Mar del Plata, también convertida en museo) y un jardín japonés que sólo pudimos ver desde afuera porque estaba cerrado gracias a un tronco que se había caído. Ya cerca del final del recorrido (y cerca del límite de nuestras fuerzas, porque ya habíamos caminado bastante) recorrimos la calle Joaquín Suárez, donde había casas espléndidas que parecían castillos y la casa presidencial: una larga muralla de más de una manzana a través de la cual apenas pudimos pispear un hermoso caserón antiguo. Cruzamos de lado a lado el jardín botánico, un lugar ideal para caminar, descansar, leer, hacer yoga. Y para terminar nos tomamos un refresco en el bar “Los yuyos”, un bodegón centenario que parece sacado de un western. Tiene mostrador de madera donde los parroquianos se sientan a tomarse una cerveza o alguna de las variedades de grapa o caña. Largos estantes de madera exhiben decenas de botellas que se promocionan con distintos cartelitos: grapa con menta, con pasas de higo, con pimienta, pitanga, carqueja, canela, cedrón (de ahí lo de “los yuyos”, algo que entendí recién al rato de estar en el lugar). Es un clásico boliche de Montevideo que por las noches es frecuentado por jóvenes un poco más ruidosos y que, dicen, ha sido visitado por celebridades, entre ellos el mismísimo Jorge Luis Borges.

Luego de una caminata de más de dos horas, pensamos en la vuelta. Se nos presentó la duda acerca de qué colectivo tomar para volver ya que estábamos bastante lejos del lugar del comienzo. Preguntamos y tuvimos la suerte de encontrar una parada bastante cerca que nos dejó a tan sólo una cuadra del hostel. Mientras hacíamos el camino de regreso, disfrutamos por última vez esos barrios tan argentinos pero tan distintos: habíamos recorrido gran parte de la ciudad (caminando y en colectivo) y nunca pasamos por ninguna villa miseria (¿será que están todas amuralladas?), casi no vimos niños pidiendo en las calles y tampoco una ostentación obscena de riqueza, imágenes que siempre van de la mano. A medida que pasábamos por calles y plazas de nombres repetidos (Artigas, Lavalleja, Rivera, Flores) nos asaltaba una leve melancolía de tener que dejar esa ciudad que nos hubiera gustado conocer más profundamente. Y en mi cabeza, los versos cantados de Fernando Cabrera completaban el cuadro: Lavalleja es calentón, Rivera es gaucho compadre….

Ya en el hostel, preparamos los bolsos para el día siguiente y salimos a buscar un locutorio para hablar a Rosario (nos habíamos enterado de la tormenta con piedras que había vuelto a azotar a la ciudad). Disfrutamos por última vez de las callecitas de Montevideo, la plaza Independencia, la puerta de la Ciudadela, los edificios antiguos, los edificios modernos y espejados (incluso llegué a delirar con una “Ley montevideana” que obligaba a cada nuevo edificio que se construía cerca de uno antiguo, a tener la fachada espejada para poder reflejar esos tiempos en que la arquitectura era cosa de artistas).

Para terminar la noche, ya en la cama, me enganché con una película que empezaba en el cable y nunca había visto: Hannibal. Lejos estaba del suspenso del Silencio de los Inocentes pero me mantuvo entretenida y me divertí sobremanera con la escena en que Anthony Hopkins corta en pedacitos los sesos de su víctima (aún viva y consciente!) y los come salteaditos. Por la mañana Pablo me reprocharía el alto volumen del televisor que, según dijo, no lo había dejado dormir. Cosa extraña ya que yo había tenido que subir el volumen por los ronquidos que a mí no me dejaban escuchar. Delicias de la vida conyugal.

[Continuará]


Fotos del viaje.

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