lunes, 16 de marzo de 2009

* Diario de viaje * 11. Tacuarembó: Juventud, divino tesoro.

Lunes 9 de febrero.

Los caminos del interior de Uruguay no son lo que se dice despampanantes. Al menos los que transitamos nosotros, por el centro mismo del país. Muy parecidos a Argentina en sus paisajes camperos, mucho verde clarito, algunos árboles desperdigados, vacas por aquí y allá. El único dato curioso es haber pasado por la ciudad de Paso de los Toros, famosa por ser la cuna de la gaseosa homónima, aunque aparentemente ya no se fabrica allí. Un gran cartel viejo y oxidado recuerda el hito a la vera de la ruta. Triste destino el de una ciudad que lo único que la distingue haya quedado en el pasado.

Por la ventanilla veíamos un cielo que nunca estuvo despejado del todo y con un color agrisado que hacían sospechar un clima húmedo y caluroso. La sospecha fue certeza al bajarnos del colectivo: mucho calor y mucha humedad. De acuerdo al planito que conseguimos en la oficina del turismo de la misma terminal estábamos a pocas cuadras del hotel que habíamos reservado. Sólo que en Tacuarembó la numeración de las calles no cambia de a 100 sino de a 50, por lo que a nuestros cálculos tuvimos que multiplicarlos por dos. Cuatro de la tarde, 35 grados, 10 cuadras con mochilas al hombro: una ecuación agotadora. El hotel que habíamos reservado por teléfono sin mayores referencias resultó ser un viejo edificio que se adivinaba pujante en otras épocas (otra vez, los tiempos idos), con grandes pasillos, mucha limpieza y una cierta austeridad en la decoración. La habitación que nos tocó era una de las más amplias de todas las que tuvimos en nuestras vacaciones.

Aún a pesar del cansancio no nos dejamos tentar por la siesta. Nos dimos una ducha y salimos a caminar. Volvimos para la terminal porque teníamos que sacar pasajes para Paysandú (hacia donde iríamos en dos días) y aprovecharíamos para preguntar al señor de la oficina de turismo un par de cositas que nos quedaron dudosas. Entonces nos enteraríamos de que Tacuarembó no cuenta con transporte público (a pesar de ser una ciudad de alrededor de 50.000 habitantes); que no tenía mucho para ofrecer turísticamente hablando; que sí había muchos lugares en los alrededores pero para ésos tampoco había transporte, teníamos que tener auto. Tampoco el zoo que vimos señalizado en el mapa era recomendable, que estaba “medio abandonado”. No nos quedaban pues muchas opciones: para esa tarde elegimos visitar la Laguna de las lavanderas, un paseo recomendado por el señor de la oficina de turismo y también por los folletos y mapas (sólo después de visitarla sospecharíamos que el “medio abandonado” del zoo podía significar “está en un estado desastroso”).

Laguna
Foto de Pablo Flores
Partimos entonces en la tarde calurosa hacia lo que se suponía un lugar para escapar de la ciudad. Cuenta la historia que a la laguna llegaban lavanderas de todos los rincones de Tacuarembó con sus grandes atados de ropa y que pasaban largas horas sobre la orilla de la laguna fregando para lograr limpiarlas. El lugar era ahora homenaje a esas lavanderas. Los folletos turísticos prometían: “la gente acude para estar en pleno contacto con la naturaleza. Además, la sombra protectora de los eucaliptos se encarga de refrescar el lugar en los intensos días de sol”. Por ahora, lo único que se asemejaba era el intenso día de sol: el calor era espantoso y queríamos huir del cemento. Pero como canta Gardel (ya que estamos en Tacuarembó) el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar. Después de cruzar un puentecito colorido llegamos al lugar indicado en el plano. Y allí estábamos: frente a un espejo de agua que lejos de tener aguas cristalinas parecía un pantano especialmente diseñado para escenografía de una película de Tim Burton. El predio que tal vez haya conocido mejores épocas era sólo un parque abandonado, sucio y sin el menor encanto. Acaso esté más concurrido los fines de semana, pero ese lunes por la tarde el lugar era deprimente.

Transporte tacuaremboense
Foto de Pablo Flores
Seguimos huyendo pues y tuvimos que volver al asfalto. Para mitigar la sed nos compramos una Paso de los Toros (turistas demagógicos al fin) y nos sentamos en una plaza a ver pasar la nada misma. La plaza estaba casi desierta. Y entonces empezaron las conjeturas: que la gente espera a que pase la siesta (pero ya eran más de las seis), que la gente sale cuando se pone el sol (pero entonces no hace nada en todo el día), que no hay gente en Tacuarembó. Por lo menos si no había gente tampoco había perros porque una vez más las calles y veredas carecían en su totalidad de suciedad. Sacando un par de calles muy transitadas (en su mayoría por motos, en Tacuarembó hay muchas motos) hay un silencio de pueblo que lo domina todo, una tranquilidad que está en el límite con el aburrimiento. Gente que está más cerca del paisano que del ciudadano, bombachas de campo, boinas y botas con 34 grados de calor. Y como consejo de un viejo sabio, Zitarrosa cantando en alguna radio local: no te olvidés del pago si te vas pa´la ciudad...

Cuando nos cansamos de teorizar decidimos partir. Pablo quiso chequear sus emails así que nos cruzamos a un cyber. Un rato después llamábamos al hotel de Paysandú para asegurarnos alojamiento en nuestra última noche y más tarde nos sentaríamos en el bar “La sombrilla” (frente a la misma plaza de unas horas antes) a cenar un “sándwich italiano” (básicamente un sándwich enorme con mucho relleno) y una cerveza fresca. A nuestro lado dos turistas que adivinábamos como alemanes o tal vez norteamericanos trataban de entender la diferencia entre ravioles o ñoquis.

La mesa que elegimos estaba en la vereda, justo enfrente de la plaza que ahora, ya de noche, empezó a llenarse de gente, motitos y bicicletas. La mayoría eran jóvenes que se juntaban en grupos a charlar y escuchar música. Y entonces empezaron nuestras conjeturas una vez más. Algo en lo que estuvimos de acuerdo es que esta juventud parecía más pacífica y sana que la de, por ejemplo, Rosario. No se percibía esa violencia contenida que se respira en las calles de Rosario o Buenos Aires, sobre todo cuando se juntan unos cuantos jóvenes alrededor de una botella. Y ahí otra diferencia sustancial: aquí no se juntaban a tomar cerveza o vino, acá todos tomaban mate. Todos. Chicos y chicas de 12 a 25 años, señoras mayores, cuarentones solitarios: todos llevan su termo bajo el brazo a toda hora del día. Eso incluso me llevó a acuñar el término: “el gen uruguayo”. No es posible llevar el termo y el mate de la forma en que ellos lo llevan sin que les produzca un calambre, una contractura. Hay algo en la contextura física de los uruguayos que se los permite. Si no es física, al menos cultural, inculcado desde la cuna. Sospechamos incluso que la mamadera de los bebés, en lugar de tetina, tiene una bombilla. Y aunque se diga que la yerba tiene cafeína y altera el sueño, es evidente que los efectos son mucho menos drásticos que los del alcohol. No sería mala idea inventar una campaña en Argentina que le ponga onda a la yerba mate, con galanes y estrellas de moda que generen identificación con los jóvenes, para difundir la costumbre del mate. Aunque admito que me chocaría un poco ver a Cumbio con un mensaje tipo: “Aguante Taragüí , la yerba es lo más”, al menos sería por una buena causa.

Volvimos caminado al hotel mientras pensábamos que si nos preocupaba tanto la “juventud perdida” era porque ya estábamos viejos.

[Continuará]

Fotos del viaje.

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