lunes, 27 de abril de 2009

El viento trae un extraño lamento

[Siguiendo con las crónicas de viaje, aprovecho para desempolvar un viejo relato de mis primeras épocas en Bariloche]


Hacía menos de un mes de mi llegada a Bariloche y todavía no había hecho las excursiones de rigor. Como pensaba quedarme algún tiempo más, no tenía apuro, sobre todo teniendo en cuenta lo impiadoso del clima: ya se contaban 23 días seguidos en que la llovizna se hacía presente, durante horas seguidas o al menos por unos minutos, acompañada, claro está, por el viento frío, los nubarrones y demás ingredientes que conforman un panorama poco turístico. Pero, eso sí, ideal para pasarse las tardes en el albergue comiendo tortas fritas, jugando al TEG, comiendo fondue, mirando películas, comiendo.

Fue la primera nevada de la temporada (un lunes feriado, 9 de julio de 2001) cuando recibí la curiosa invitación. La excursión se organizó en cuestión de minutos: éramos unas diez personas entre conocidos y recién llegados. Con una excitación propia de estudiantes secundarios salimos a juntar cartones y bolsas (sintiendo un leve pudor ante los auténticos cartoneros, aunque no eran tantos en esa época) para procurarnos de los trineos artesanales; preparamos los víveres (licor, chocolates, cigarrillos) y emprendimos la marcha, cual niños exploradores. Fuimos caminando ya que nuestro destino estaba cerca: unos 20 minutos a pie del albergue.
La nieve había dicho presente sin titubeos, exuberante y nuestras huellas se hundían profundamente en el camino de ascenso al cerro Otto. Detalle más, detalle menos, no dejaba de ser un paseo cotidiano, sólo que la tranquilidad de la medianoche y la luna llena lo convertían en una escena un tanto más memorable. Todo envuelto en ese silencio profundo y esponjoso, como espuma, que se apodera de la ciudad. El silencio de la nieve.

Serían alrededor de las 0:45 cuando comenzamos a subir hasta alcanzar un rellano que nos servía de pista de largada para nuestros trineos, más prosaicamente llamados “culi patines”. Desbocados, chillando como criaturas, parecíamos un tropel de niños adultos (todos rondábamos los treinta años) o de adultos con un ataque de regresión. Tan desinhibidos, tan inconscientes ante el peligro. Nuestros alaridos retumbaban en la noche inmensa. Me tiré de espaldas para recuperar el aliento. Mirando hacia arriba, la luna era demasiado perfecta para que fuera real: plateado sobre plateado, la luna iluminando la nieve, la nieve bañada de luna. Y nosotros, hundidos en la nieve, rodeados de noche.

Cuando los precarios trineos quedaron inservibles decidimos seguir subiendo. A medida que avanzábamos, el volumen de la nieve aumentaba y teníamos que hundir las piernas hasta las rodillas en cada paso. Gracias a que nuestros músculos habían estado muy activos, todavía no sentíamos el frío amenazante que acechaba. Inexpertos en la mayoría, sólo algunos contaban con el equipo adecuado: botas y ropa impermeable, buzos térmicos. Luego de andar unos treinta minutos, ya menos exaltados y más prudentes, porque el ascenso requería de nuestras energías, descansamos en otra meseta tratando de buscar refugio bajo un enorme pino cubierto de nieve. Por allá arriba el viento ya se hacía escuchar con fuerza. Nos detuvimos un momento a observar la postal que no se encontraba en las vidrieras de los negocios de fotos: la ciudad iluminada a medias, chiquita y adormecida, enmarcada en blanco nocturno, se asemejaba al pueblo encantado de un cuento de hadas. Otra vez los niños se asomaban por nuestra mirada y nuestra sonrisa, y de pronto éramos Hansel y Gretel, y Pulgarcito y Caperucita.

No había ogro, pero el frío, como un lobo traicionero, se empezó a meter por cada rinconcito del cuerpo y empezamos a sentir los dedos inertes y congelados. Tratábamos de engañarnos con licor y mantecol, sacábamos fotos, hacíamos chistes. Pero a algunos se nos hacía imposible olvidar el frío. El viento empezó a arreciar con una nevisca furibunda y los pinos sibilantes se sacudían la nieve de las ramas sobre nosotros. Yo sólo pensaba en volver; aunque la aventura había sido de por sí inolvidable mi cuerpo no dejaba de tiritar. Pero nunca faltan los que siempre quieren más. Y como lo mejor era que volviéramos todos juntos, llegamos a un acuerdo: esperaríamos al reparo (ese escaso reparo) mientras el cuarteto de osados subía hasta otro descanso donde, decían, la vista era aún más espectacular. Los vimos alejarse, decididos y joviales. Nosotros, mientras tanto, bailábamos y cantábamos para sobrellevar la espera helada.

Pero esa espera se hizo más larga de lo acordado y nuestros compañeros no volvían. No era para preocuparse ya que entre ellos estaba Marcos, uno de los dueños del albergue, baqueano en la montaña y habitué de este tipo de aventuras. Pero a nosotros, bichos de ciudad cuyo mayor contacto con las alturas era la montaña rusa del parque de diversiones, la situación empezó a incomodarnos. Y sigilosamente la sombra de la noche empezó a oscurecer algunos humores: estaban los que querían volverse solos, los que hacían fuerza para esperar al resto; otros no teníamos la menor idea sobre qué hacer.

Ya no quedaban vestigios de la algarabía primera y el fastidio se colaba entre nosotros como el silbido del viento, cada vez más inclemente, que a veces parecía traer un extraño lamento. Finalmente Mariela, la novia de Marcos y la más experimentada de los que nos habíamos quedado, alcanzó a ver que a lo lejos parpadeaba una linterna, señal de que estaban cerca. Nos aprestamos entonces a comenzar el descenso, muy cuidadosamente, porque a diferencia de lo que creíamos, era más dificultoso que la subida. A cada paso estaba el riesgo de meterse en un pozo, de resbalar, caer mal y quebrarse. No habíamos hecho ni 50 metros cuando oímos la voz de Marcos:
- ¡¡Ey!! ¿el gallego está con ustedes? –gritó, preguntando por Julio, el turista español.
- ¡¡¡No!!! – contestamos al unísono – ¡¡¡Si se fue con ustedes!!!

Julio no estaba, ni con ellos ni con nosotros. Caminábamos por el medio de la montaña, era de madrugada, el cielo presagiaba tormenta y Julio no estaba. Los más temerosos sentimos algo parecido al desasosiego, los más prácticos discurrieron sobre los posibles caminos alternativos que Julio pudiera haber tomado. Gritamos su nombre a viva voz, haciendo una pausa prolongada luego de cada evocación para esperar la respuesta, pero sólo nos volvía un eco silencioso.
Se armaron dos grupos de personas más o menos experimentadas, más o menos temerarias y se repartieron itinerarios, santos y señas, recomendaciones. Los demás, inquietos y congelados, esperamos directivas. Se decidió que lo mejor era seguir bajando, para no generar posibles hipotermias y por qué no, ataques de histeria. Y de ser necesario, alguien tendría que avisar al Club Andino si Julio no aparecía.

La luna se escondía de a ratos entre las nubes negras y entonces la soledad era total. El descenso era demasiado callado. Yo temía desmayarme de un momento a otro porque casi toda mi ropa estaba mojada y casi todo mi cuerpo también y no había forma de retener el calor cuando a mi alrededor sólo había nieve. Y como en el tango de Cadícamo, humillando ese tormento, todavía pasaba el viento empujándome. De repente llegó un grito agudo que se diferenció del silbido de la noche. Por unos segundos no supimos distinguir la naturaleza del grito y nos miramos sorprendidos. Pero en seguida vimos a lo lejos la campera colorada de Julio que saltaba y jugueteaba con la linterna, con los improvisados rescatistas a su alrededor. Un calorcito tenue se avivó en el pecho y el alivio nos devolvió la sonrisa a la cara. No hubo mucho tiempo para abrazos y reproches porque ahora sí todos estábamos demasiado apurados por llegar al albergue, preparar café caliente, sentarnos al lado del fuego y estirar lo que quedaba de la noche con detalles floridos y grandilocuentes de nuestra aventura nocturna en el Cerro Otto.

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