jueves, 26 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 6. Atardecer en La Paloma

Miércoles 4 de febrero.

La mañana se fue en viajes (del hostel a la terminal, de la terminal a la Paloma). El trayecto fue más largo de lo que yo esperaba (3 horas y media) y como siempre que llegamos al mediodía, además del cansados por madrugar y por el viaje, ¡teníamos hambre! Saliendo de la terminal caminamos una larga cuadra y llegamos al Hostel Ibirapitá, el único lugar donde tuvimos que dormir en habitaciones compartidas porque no habíamos conseguido habitación doble. Largamos los bolsos y fuimos a buscar un lugar para comer. Encontramos un carrito que ofrecía hamburguesas, milanesas, chivitos, todo en sándwiches. Nos decidimos por la milanesa aunque lo que recibimos fue en cambio algo más indefinido y misterioso que poco a poco fuimos desentrañando. La carne parecía picada, molida más bien y la cubierta se asemejaba a la pasta que se usa para cubrir los llamados escalopes (a saber: harina y huevo, sin pan rallado). Todo frito en un aceite que fácilmente se podía adivinar como requeteusado y quemado. Así y todo fue evidente que teníamos hambre porque la devoramos enseguida y la digerimos bastante bien. Para bajar esa pequeña bomba alimenticia caminamos hasta la playa para ver por primera vez el mar (técnicamente hablando porque lo de Montevideo, aunque lo pareciera, era todavía el Río de la Plata).

mar de piedras

Aquí cabe aclarar que así como Ramón Gómez de la Serna afirma que “la lluvia es triste porque nos recuerda cuando fuimos peces”, algo de esa “conciencia anfibio-ancestral” (término que acabo de inventar) se activa en mí cada vez que veo el mar: sencillamente me emociona. Muchas veces traté de encontrarle explicación pero no es fácil: es ese sonido constante y arrullador, ese movimiento continuo, a veces suave, a veces violento; ese juego de las olas, que nunca terminan de llegar, que nunca se quedan. Y la frescura. Y el viento, presente en cada una de esas cosas. Por todo eso y más, para mí estar cerca del mar es una tremenda alegría.

Volvimos al hostel (eso es lo bueno de estos lugares pequeños, todo está cerca) a ponernos la malla, buscar el mate, bañarnos en protector solar y volver a la playa. Apenas llegamos nos zambullimos en el agua aunque yo salí enseguida porque el viento frío y el agua salada suelen martirizarme con dolor de oídos, pero Pablo, que estaba por primera vez bañándose en el mar, entraba y salía como un niño feliz que acaba de recibir un regalo de Reyes. Le encantó el mar y a mí me encantó que le encantara.
Mientras nos bañábamos vimos un bulto indefinible que se bamboleaba sobre las aguas. No sabíamos qué era pero ya daba un poco de asquito. Barajamos posibilidades: una gran bolsa, un pedazo de madera, un animal muerto. Un grupo de niños que también quería sacarse la duda arrastró el bulto hasta la orilla con ayuda de una pequeña red. Resultó ser una enorme tortuga (que flotaba con el caparazón hacia abajo, por eso no la reconocimos). Estaba, por supuesto, muerta y desde el momento en que los niños lo constataron se convirtió en su objeto de juego durante toda la tarde: le golpeaban el caparazón, le tiraban agua, arena, la movían de aquí para allá. Los niños siempre saben divertirse.

Lo único malo de la playa es el viento (como dice León Felipe en muchos de sus versos “el que decide es el viento”). Cuando empezó a soplar tanto como para sentir frío decidimos volver. Pero sólo a dejar los bolsos y abrigarnos. Estaba atardeciendo y no podíamos perdernos la puesta de sol en la playa. Esta vez fuimos en otra dirección, hacia la playa que está a la derecha del faro y caminamos por la orilla mirando el sol esconderse. Ése es casi el único motivo por el que yo me iría a vivir a una casa cerca del mar: para poder caminar por la orilla, los pies descalzos, el agua escurriéndose por los dedos, el viento en la cara.
Sacamos muchas fotos tratando de retener en la cámara ese momento que nos parecía único. Los atardeceres siempre parecen únicos. Y acaso sea el mar el que les da un marco más esplendoroso y vasto. Aunque también me generan un cierto desasosiego que no me resulta fácil describir. Ese momento tan natural y redundante en el que el día deja de ser y la noche avanza, me provoca una sensación de extraña calma: me sincera frente al mundo y descubre mi nimiedad en el ciclo de la vida. Casi diría que me siento observadora de una película de la que no soy más que eso: espectadora. Y hace que me sienta más insignificante que un grano de arena, y a la vez me alivia: saber que soy tan prescindible. Nos quedamos un rato sentados en la arena y abrazados en silencio viendo los últimos rayos de luz. Suena trillado y cursi (y lo es), pero me permito decir que un atardecer frente al mar al lado de la persona amada es algo que nadie debería dejar de vivir al menos una vez.
Ya entrando en la noche, volvimos al hostel mientras yo susurraba una y otra vez esa canción de Drexler de la que apenas sabía el primer verso: “Hay una parte de mí que va camino a la Paloma”.

atardece

Todo el romanticismo y la emoción vividos momentos atrás se deshicieron en segundos al llegar al hostel. Para poder darme una ducha debí hacer cola y esperar más de media hora, entrar a un baño desastroso, sucio, visitado por sapitos. No dejé que mi costado burgués malograra mis vacaciones. Eché mano a mi acostumbrado mecanismo de defensa y se me dio por pensar en alguien que no tuviera la posibilidad ni siquiera de ese baño diario. Y pensé en Ingrid Betancourt (soy un poco dramática, lo sé) y los días que habría pasado en la selva sin poder limpiarse, encadenada, sintiéndose poco menos que un animalito. Yo apenas estaba tomando un baño un poco frío; mi fastidio era exagerado. Me reí de mi súbito conformismo y terminé el baño lo más rápido posible. Más tarde cocinamos en la diminuta cocina del hostel un menú conocido (arroz con atún!) y antes de acostarnos fuimos a dar una vuelta por la feria artesanal que estaba justo enfrente del hostel. Pero fue un paseo corto porque yo tenía frío (y mucho sueño!). Nos metimos en la cama antes de las 11 de la noche, pero tardaríamos en dormirnos porque entre nuestros compañeros de habitación había unos israelíes que hablaban como si estuvieran en un picnic (¡y encima no entendíamos nada!). Finalmente Morfeo hizo su aparición y me entregué decididamente en sus brazos, exhausta.

[Continuará]


Fotos del viaje.

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martes, 24 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 5.El Prado de Montevideo

Martes 3 de febrero.

Como si despertara de un mal sueño que se prolonga más allá de la vigilia, ese martes desperté con un espantoso malestar. Los síntomas me hicieron recordar una gastroenterocolitis que tuve hace un par de meses y me hicieron pasar una de las peores noches del año. Pero esta vez eran sólo síntomas, lo que me confundía un poco. Inmediatamente tuvimos que cambiar los planes para ese día ya que no podía moverme de la cama. Un poco descolocado por el imprevisto, pero sobre todo por mi cara de moribunda, Pablo decidió ir hasta la Terminal Tres cruces a sacar los pasajes a La Paloma para el día siguiente (ya teníamos alojamiento reservado). Cuando regresó cerca del mediodía ya me sentía un poco mejor, almorcé un yogurt mientras él se comía una de esas medialunotas, esta vez rellena con queso y salame. Aunque temerosa porque me sentía un poco débil, decidimos ir por la tarde a recorrer el barrio El Prado, otra de las recomendaciones de Polifemus. Fue un largo viaje en colectivo, unos 35, 40 minutos. Apenas nos bajamos buscamos el punto de partida sugerido y empezamos, hojas impresas en mano, el recorrido trazado por Polifemus, siguiéndolo al pie de la letra para no perdernos detalle.

El Prado es un barrio residencial que se adivina muy próspero en otra época, casonas muy elegantes, calles grandes, árboles añosos, mucha sombra y tranquilidad. Una especie de Fisherton con las casonas que se levantan en Boulevard Oroño. Hay un parque muy grande que recuerda al Parque Independencia (pero con menos árboles), un gran rosedal (compuesto por una plaza central rodeada en su totalidad por una glorieta) que lamentablemente no tenía rosas pero que al florecer deben componer un paisaje bellísimo; un arroyito que a pesar de las advertencias no tenía tan mal olor. El hotel del Prado (escenario del crimen pasional donde murió la poetiza uruguaya Delmira Agustini y que conmovió a la sociedad de principios de siglo pasado) parecía cerrado pero de todos modos tuve tiempo para delirarme con su fachada: me acordé de esas películas de Hollywood donde señoras hermosas vestidas de fiesta bajan por larguísimas escaleras blancas yendo al encuentro del galán que las hará danzar toda la noche (inevitablemente siempre que veo salones muy grandes y lujosos viene a mí el mismo pensamiento: “qué buen lugar para hacer un baile”).

tortolitos en la glorieta
También visitamos el museo de Bellas Artes Juan Manuel Blanes, que por su colección no es ni mejor ni peor que cualquiera de los museos de Bellas Artes que hemos visitado (queda claro que nunca hemos estado en París, Roma o Nueva York) y lo mejor que tiene es la casa en sí misma, con un hermoso parque (que me hizo acordar a la casa de Victoria Ocampo en Mar del Plata, también convertida en museo) y un jardín japonés que sólo pudimos ver desde afuera porque estaba cerrado gracias a un tronco que se había caído. Ya cerca del final del recorrido (y cerca del límite de nuestras fuerzas, porque ya habíamos caminado bastante) recorrimos la calle Joaquín Suárez, donde había casas espléndidas que parecían castillos y la casa presidencial: una larga muralla de más de una manzana a través de la cual apenas pudimos pispear un hermoso caserón antiguo. Cruzamos de lado a lado el jardín botánico, un lugar ideal para caminar, descansar, leer, hacer yoga. Y para terminar nos tomamos un refresco en el bar “Los yuyos”, un bodegón centenario que parece sacado de un western. Tiene mostrador de madera donde los parroquianos se sientan a tomarse una cerveza o alguna de las variedades de grapa o caña. Largos estantes de madera exhiben decenas de botellas que se promocionan con distintos cartelitos: grapa con menta, con pasas de higo, con pimienta, pitanga, carqueja, canela, cedrón (de ahí lo de “los yuyos”, algo que entendí recién al rato de estar en el lugar). Es un clásico boliche de Montevideo que por las noches es frecuentado por jóvenes un poco más ruidosos y que, dicen, ha sido visitado por celebridades, entre ellos el mismísimo Jorge Luis Borges.

Luego de una caminata de más de dos horas, pensamos en la vuelta. Se nos presentó la duda acerca de qué colectivo tomar para volver ya que estábamos bastante lejos del lugar del comienzo. Preguntamos y tuvimos la suerte de encontrar una parada bastante cerca que nos dejó a tan sólo una cuadra del hostel. Mientras hacíamos el camino de regreso, disfrutamos por última vez esos barrios tan argentinos pero tan distintos: habíamos recorrido gran parte de la ciudad (caminando y en colectivo) y nunca pasamos por ninguna villa miseria (¿será que están todas amuralladas?), casi no vimos niños pidiendo en las calles y tampoco una ostentación obscena de riqueza, imágenes que siempre van de la mano. A medida que pasábamos por calles y plazas de nombres repetidos (Artigas, Lavalleja, Rivera, Flores) nos asaltaba una leve melancolía de tener que dejar esa ciudad que nos hubiera gustado conocer más profundamente. Y en mi cabeza, los versos cantados de Fernando Cabrera completaban el cuadro: Lavalleja es calentón, Rivera es gaucho compadre….

Ya en el hostel, preparamos los bolsos para el día siguiente y salimos a buscar un locutorio para hablar a Rosario (nos habíamos enterado de la tormenta con piedras que había vuelto a azotar a la ciudad). Disfrutamos por última vez de las callecitas de Montevideo, la plaza Independencia, la puerta de la Ciudadela, los edificios antiguos, los edificios modernos y espejados (incluso llegué a delirar con una “Ley montevideana” que obligaba a cada nuevo edificio que se construía cerca de uno antiguo, a tener la fachada espejada para poder reflejar esos tiempos en que la arquitectura era cosa de artistas).

Para terminar la noche, ya en la cama, me enganché con una película que empezaba en el cable y nunca había visto: Hannibal. Lejos estaba del suspenso del Silencio de los Inocentes pero me mantuvo entretenida y me divertí sobremanera con la escena en que Anthony Hopkins corta en pedacitos los sesos de su víctima (aún viva y consciente!) y los come salteaditos. Por la mañana Pablo me reprocharía el alto volumen del televisor que, según dijo, no lo había dejado dormir. Cosa extraña ya que yo había tenido que subir el volumen por los ronquidos que a mí no me dejaban escuchar. Delicias de la vida conyugal.

[Continuará]


Fotos del viaje.

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lunes, 23 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 4. Al ritmo de Iemanjá

Si estando acá en Rosario me hubieran invitado a presenciar un rito umbanda en la playa La Florida al atardecer/noche, confieso que lo hubiera pensado dos veces. He de aceptarlo, mis prejuicios son muchos más de los que me gustaría tener. Pero estando de vacaciones uno se entrega más fácilmente a lo exótico, incluso busca ese tipo de experiencias. Será tal vez que la vida se ha vuelto tan aburrida y predecible que “tirar la chancleta” en las vacaciones parece ser lo más recomendable.
El dato vino de la mano de Polifemus, un miembro de Flickr que antes de viajar y por una consulta que hicimos en un grupo de Uruguay, se tomó la molestia de hacernos una larga lista de sugerencias. Como agradecimiento, seguimos casi al pie de la letra sus indicaciones y es por eso que elegimos la Playa del Buceo para presenciar la ceremonia, ya que según nos comentó hay otras playas en las que también se reúnen para estas celebraciones pero son menos pintorescas y más contaminadas de vendedores ambulantes.

caminando sobre el agua

La fiesta de Iemanjá es una celebración umbanda que se realiza en honor de la orishá (diosa) del mar. Uruguay es apenas un pequeño reducto con unos cuantos fieles, pero que no se comparan en cantidad con los existentes en Brasil, donde ese culto tiene mayor peso y donde la fiesta tiene aún más relevancia. Por esa razón, cuando a eso de las 19 hs llegó el primer grupo de unas 10 personas (largos vestidos blancos las mujeres y pantalones y remeras lisas ellos), todos descalzos, pensamos que ésa sería toda la ceremonia. Se ubicaron en la playa y comenzaron a danzar al ritmo de una tumbadora y alrededor de una especie de nave hecha para la ocasión, adornada con velas y flores. Podía verse claramente que se estaba llevando a cabo un rito de iniciación: señoras mayores guiaban a los más jóvenes, acompañándolos en sus giros, cuidando de que no se cayeran. Una mujer, que siempre estuvo al lado del percusionista, parecía fiscalizar todo (incluso su vestuario era diferente, más “lujoso”). Por momentos tiraban al aire una esencia que también ofrecían a los presentes que estábamos mirando. Luego de unos cuantos minutos bailando casi en trance, repitiendo palabras como un mantra, tomaron la nave y se internaron en el mar para lanzarla y esperar hasta que se perdiera de vista (o se hundiera). Inmediatamente después volvieron a la playa, tomaron sus bolsos, sus calzados y se fueron sin más.

Pensando que ya había terminado todo y viendo que el sol empezaba a transitar los últimos momentos del día, decidimos caminar por la costanera hacia la playa más cercana (Pocitos) en busca de algún barcito para comer. Cuando estábamos subiendo hacia la calle vimos otro grupo de personas vestidos con muchos colores, que venían cargando banderas y ofrendas. Parecía que iba a tener lugar otro rito pero nosotros teníamos hambre. Está claro que ni Pablo ni yo somos creyentes (sino todo lo contrario) y la ceremonia nos interesaba sólo como curiosidad antropológica, como una manifestación colorida de las tantas formas que tiene la fe. Caminamos a la vera del mar unos treinta minutos disfrutando del aire marino, de los últimos rayos del sol, de una vista realmente hermosa de Montevideo. Llegamos a un barcito que tenía sus mesas afuera y ahí nos quedamos a degustar unas exquisitas empanadas de mariscos acompañadas de rabas y una cerveza helada. Cuando terminamos, yo estaba lista para ir hasta la parada de ómnibus más próxima pero Pablo insistió en que volviéramos a la playa. Confieso que acepté a regañadientes porque estaba cansada pero pronto me alegraría de que ganara la iniciativa de Pablo.

Ya entrada la noche la playa estaba repleta de gente y el pequeño grupo de umbandas que habíamos visto más temprano ahora estaba multiplicado por decenas de grupos que celebraban a su manera: distintas ropas, distintos altares, distintas ofrendas. Y todos rodeados por ciudadanos que claramente no profesaban esa creencia (al menos no abiertamente) pero que seguían con mucha atención cada baile, cada oración. Aquí y allá había pequeños huecos en la arena con velas encendidas, ofrendas de comida, estampas de la diosa. Y hasta largas filas de gente que esperaba ser “limpiada”. Inevitablemente venían a nosotros las imágenes de Alberto Olmedo y su personaje del “manosanta”.
Tampoco pudimos evitar hacer la comparación con nuestras tierras y una vez más pensé en la posibilidad de un evento así pero en la Florida. No podíamos imaginarnos ese espíritu festivo, esa concurrencia familiar (había muchos niños correteando por la playa a esas horas), esa tranquilidad que tuvimos aún estando en un lugar extraño y de noche paseando con nuestras cámaras fotográficas. Es una pena que nos hayamos acostumbrados a vivir tan temerosos.

Incluso a esas horas, la gente seguía internándose en el mar a dejar sus ofrendas. Según leemos en Wikipedia, a la diosa del mar se le ofrenda por costumbre “Ochinchin de Yemaya” hecho a base de camarones, alcaparras, lechuga, huevos duros, tomate y acelga, ekó (tamal de maíz que se envuelve en hojas de plátano), olelé (frijoles de carita o porotos tapé hecho pasta con jengibre, ajo y cebolla), plátanos verdes en bolas o ñame con quimbombó, porotos negros, palanquetas de gofio con melado de caña, coco quemado, azúcar negra, pescado entero, melón de agua o sandía, piñas, papayas, uvas, peras de agua, manzanas, naranjas, melado de caña, etc. Y se le inmolan carneros, patos, gallinas, gallinas de Angola, palomas, codornices, gansos. Lo que se dice una diosa con paladar gourmet. Pero nosotros no vimos ningún carnero ni gallina sacrificada, apenas flores (como en la canción de Drexler, flores en el mar...) y muchas sandías. Desconocemos el por qué de la elección casi exclusiva de esta fruta y sospechamos que es por su forma cilíndrica que, cortada al medio, se asemeja a un pequeño barquito. Supongo que a la diosa del mar le debe halagar tanta demostración de fe, a los que probablemente no les guste tanto es a todos los que al otro día quieren disfrutar de la playa y tienen que andar sorteando la ensalada de frutas y flores que vuelve a la orilla.
dulce ofrenda
La fiesta parecía que iba a durar hasta altas horas de la noche pero nosotros, ahora sí, decidimos que era hora de volver. Ya habían pasado las 11 cuando subimos hasta la avenida a esperar el colectivo pero las averiguaciones que habíamos hecho para la ida no eran iguales para el regreso. Esperamos un rato largo sin que apareciera ningún colectivo ni nada parecido hasta que decidimos buscar otra parada. No era fácil a esas horas: estábamos bastante lejos de nuestro destino y los colectivos parece ser que no funcionan de noche. Finalmente y luego de largos minutos que amenazaron con terminar nuestra noche de malhumor, volvimos al mismo lugar en el que nos dejó el colectivo de la tarde (pero de la vereda de enfrente). Nos tomamos el primero que pasó, sólo que a las pocas cuadras se detuvo porque se rompió algo y tuvimos que bajarnos a esperar el próximo. No hubo un solo pasajero que hiciera el más mínimo reproche, algún comentario como al pasar, un queja. En silencio y ordenadamente todos nos bajamos del micro a esperar el próximo coche que habrá tardado entre 5 y 10 minutos en venir. Tuvimos suerte de que nos dejara a unas pocas cuadras del hostel. Agotadísimos, nos fuimos a dormir. La noche prometía ser plácida, teníamos pastillas contra los mosquitos. Lo que no sería tan plácida sería la mañana siguiente.

[Continuará]


Fotos del viaje.

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jueves, 19 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 3. Montevideo amable

. Lunes 2 de febrero

Fue una noche difícil. En Montevideo no hay basura en las calles, no hay gente agresiva, pero hay mosquitos. Muchos y muy hambrientos. Nuestra primera noche en Montevideo fuimos atacados por una horda de mosquitos que además de dejarnos marcas en la cara y todo el cuerpo (que en mi caso duraron todas las vacaciones) apenas si nos dejaron dormir.

Será por eso que nos levantamos temprano y luego de un apetitoso desayuno en el hostel, salimos a caminar. Visitamos el puerto y el famoso Mercado del puerto (y una vez más, las canciones sonando en mi cabeza, ahora con Pinocho Routin que hace de ese escenario una hermosa pintura musical). Este mercado fue inaugurado en 1868 y aunque gran parte del edificio ha sido reconstruido, tiene ese encanto de las cosas antiguas. Hoy funcionan allí un gran número de locales gastronómicos que, según dicen, sirven exquisiteces. Nosotros no las probamos porque eran las 10 de la mañana, pero pudimos ver cómo se empezaban a acomodar prolijamente las achuras, matambres y costillas sobre las parrillas. Es visitado por muchos turistas pero también por muchos uruguayos que suelen almorzar allí.
preparando el asadito

Seguimos caminando hasta llegar a la escollera Sarandí, un largo camino de piedras con muchos pescadores y un sol implacable que ya nos empezaba a acobardar. Para volver retomamos la ciudad vieja. Esta vez pudimos ver que al ser un día laborable, la zona perdía un poco su imagen turística y se volvía una ciudad como cualquier otra, con mucha gente caminando de una oficina a otra, camisa y trajecito, carpetas. Pero una vez más, las diferencias saltaron a la vista: no había bocinazos, gritos histéricos, violencia contenida. Y como siempre, la limpieza en las calles. Ni una sola caca de perros. Incluso había pocos perros callejeros. Eso nos dio que pensar y llegamos a elucubrar las teorías más escabrosas ¿Era Montevideo una ciudad civilizada que no dejaba los desechos de sus mascotas a la vera del camino y que no abandonaba perros? ¿O era una ciudad tremebunda que sacrificaba animales en masa –seguro que algún gato caía en la volteada- para evitar al ciudadano el oprobio de pisar caca, para dar una imagen de ciudad limpia, para esconder la escoria bajo la alfombra?. ¿Había una sociedad secreta que salía a cazar perros callejeros para usarlos como plato principal en los mejores restaurantes?. Nos inclinamos, claro, por la primera opción. No había nada extraño ni inexplicable; éramos nosotros los que teníamos la mirada contaminada por un país que se ha acostumbrado demasiado a las malas costumbres.

Uno puede asimilar rápidamente formas de vida diferentes, sobre todo cuando esas formas de vida se asemejan al ideal. Uno asimila la limpieza, el silencio, la amabilidad. Pero hay algo que para nosotros fue la pauta de que tal vez exista vida extraterrestre y los uruguayos sean en realidad marcianos. He aquí la situación: uno va caminando por una zona bastante transitada y al cruzar la calle, sea por la esquina o por la mitad de la calle, haya o no semáforo, los autos… ¡le ceden el paso!!! A ver si me explico: uno no sólo no tiene que andar sorteando automovilistas que aceleran cuando el semáforo está en amarillo, que se detienen sobre el paso peatonal, que pisan el acelerador cuando ven a una viejita bajar del cordón; sino que además, aún sabiendo que estamos cruzando por el lugar incorrecto, el conductor frena para darnos paso. Doy fe, lo vivimos. Y no fue sólo en un par de oportunidades, fue en todas, y fueron motos y autos y colectivos. De hecho, yo ya lo había experimentado hace muchos años cuando pasé esa tarde en Montevideo. Aunque había imaginado que era una ilusión mía o que tal vez el progreso se habría llevado esa bonita costumbre. Pero no. Montevideo es una ciudad donde los autos son menos importantes que las personas.

Abrumados por tanta cordialidad, volvimos al hostel a comer menú de hostel: arroz con atún. Dormimos la acostumbrada siesta y luego partimos hacia la playa donde habíamos sido avisados de otro evento que tuvimos la suerte de presenciar y que sólo ocurre una vez por año: la fiesta de Iemanjá.
Por indicaciones que no entendimos del todo bien, esperamos el colectivo en el lugar equivocado pero la amabilidad del chofer (supongo que se apiadó de vernos tan turistas) nos permitió subir igual. Mientras le pagaba al guarda (todos los colectivos tienen un guarda que se encarga de cobrar el boleto y no exige “pago justo”) Pablo aprovechó para preguntar si estábamos en el coche indicado para llegar a la Playa del Buceo. La respuesta nos preocupó un poco:
- Noooo, éste no va para allá, te dejamos a unas cuadras – dijo como si eso hubiera significado que nos dejaba en el barrio siguiente.
Decidimos seguir igual porque ya habíamos pagado y porque estamos acostumbrados a caminar. Finalmente las “cuadras” de distancia eran sólo dos. Con el pasar de los días entenderíamos que cuando te dicen “te dejo en tal lado” es realmente así, nada de “por ahí cerca”, a “unas cuadras” o como suelen decir en otros lugares “a 5 minutos caminando” (como si todos camináramos a la misma velocidad). El montevideano es un tipo preciso.

Los colectivos son bastante nuevos, siempre hay música sonando (que por suerte no es reggaetón) y como en todo Uruguay mucha gente sube con su termo bajo el brazo. Es lo que veríamos a lo largo de todo nuestro viaje: el termo parece ser una extensión del brazo. Tienen una extraña habilidad para llevar el termo, el mate siempre listo y además hacer otras cosas como pagar el boleto y guardar el vuelto. Eso nos hizo elaborar diversas teorías que desarrollaré más adelante y que yo resumí con la expresión “el gen uruguayo”.

Pero algo le tenía que encontrar a los montevideanos, que no se puede ser perfecto. Nos habíamos sentado en unos asientos cerca de la puerta de salida. Había mucha gente y de repente escuchamos un señor mayor que sin decir ni “buenas tardes” ni “agua va” empezó a cantar a viva voz. Primero fue un bolero (ese que dice: “no existe un momento del día, en que pueda arrancarte de mí”) y luego “Te quiero” de Benedetti. Viendo que nadie se inmutaba y ni siquiera aplaudía cuando terminaba la canción, pensamos que se trataba de un señor chiflado que había sido cantante en su juventud (ya se sabe que en Montevideo hay poetas, poetas, poetas) y que los pasajeros estaban acostumbrados a topárselo (y tal vez ya estuvieran patilludos de escucharlo). En realidad no: era un artista callejero que al terminar las dos canciones dijo “gracias por escuchar y por colaborar” y se bajó (creo que sin recolectar ni una moneda). Me resultó extraño y hasta un poquito desilusionante. Aquí mismo en Rosario uno suele encontrarse con unos guitarristas que vociferan a grito pelado y siempre hay alguno que se anima a aplaudir y los demás acompañan. Después de todo no deja de ser un momento de alegría. Tal vez será porque alguna vez en mi juventud fui una artista callejera (aunque lo mío era bailar y cabe aclarar que no lo hacía en los colectivos) que estos “artistas” siempre me inspiran algo de ternura, sobre todo si son personas mayores como ésta. Cuando caí en la cuenta de lo que pasaba ya no tuve tiempo de reaccionar y darle una moneda, lo que me dio un poquito de pena. Y me resultó un tanto antipático que nadie le diera ni cinco de bolilla. Algo tenían que tener estos uruguayos; igual se lo perdonamos.

mateando en la playa
Al llegar a la playa quedamos sorprendidos de ver tremendo mar donde pensábamos encontrar un río. La playa era muy linda, amplia y el agua estaba hermosa. Fue nuestro primer día de playa. Después de los consabidos mates y zambullidas en el mar empezamos a notar la llegada de los primeros devotos de Iemanjá. Y ahí nos acercamos, con nuestras cámaras listas para disparar. Pero eso, mejor lo dejo para la próxima entrega.

[Continuará]


Fotos del viaje.

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miércoles, 18 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 2. Montevideo es carnaval

Hace ya muchos años que tengo contacto con la música y la literatura uruguayas. Desde Leo Masliah a Mario Benedetti, de Jaime Roos a Eduardo Galeano, de Zitarrosa a Fernando Cabrera. Por eso Montevideo, aunque sólo la había visitado por una tarde hace mucho tiempo, me resultó familiar. Los lugares, los nombres de las calles, las expresiones idiomáticas. Es lo que sucede cuando los artistas se dedican a pintar su aldea. Y fue por eso que desde el momento mismo en que llegamos a la capital, antes incluso de bajarnos en la teminal de Tres cruces, empezaron a sonar en mi cabeza las canciones uruguayas. La primera que venía a mi mente cada vez que pensaba en la palabra Montevideo es aquella de Leo Masliah que empieza: “En Montevideo hay poetas, poetas, poetas” (y que ustedes pueden escuchar si quieren tenerla de banda de sonido de esta crónica). Y en verdad parece una ciudad propicia para los poetas. Es grande y populosa pero sin las molestias de Buenos Aires o Rosario. Es una ciudad infinitamente más limpia y mucho más amable. Más tranquila y acaso más sumisa (¿será por eso tal vez que los uruguayos terminan su conversación con la frase: “A las órdenes”?).
plaza Independencia
Empezar nuestra visita por la terminal de ómnibus fue una grata bienvenida: amplia y limpia, muy limpia. Sin amenazas aparentes. Y algo sobresaliente que se repitió en todo nuestro viaje por Uruguay: ni una sola persona nos pidió una moneda por cargar o descargar los bolsos, hacer uso de los baños u otro servicio (sólo nos sucedió en Paysandú, la última ciudad que visitamos antes de volvernos y cuando ya estábamos sospechosamente cerca de la Argentina). A lo que hay que agregar una predisposición servicial en la gente, siempre una sonrisa. Ahora que lo pienso, esto no debería ser algo destacable pero el malhumor y los malos modos con los que nos hemos acostumbrado a convivir en esta ciudad y este país nos han hecho pensar que en todas partes debe pasar lo mismo. Por suerte no es así.

Cargando nuestras mochilas fuimos hasta la parada del ómnibus y aunque teníamos una vaga idea de qué colectivos teníamos que tomar, fue sólo preguntar a alguien para que al instante dos o tres personas más se acercaran para darnos sus indicaciones y sugerencias. Una señora que se subió al 60 con nosotros siguió incluso con sus indicaciones una vez arriba del colectivo y hasta unas cuadras antes de descender. Eso no impidió que nos sintiéramos un poquito desorientados al bajarnos pero con el plano que nos habían proporcionado en la secretaría de turismo llegamos sin problemas al Hostel Ciudad Vieja, en el corazón mismo de esa renombrada zona de Montevideo.

Ya había pasado el mediodía y por supuesto moríamos de hambre. Conseguimos un súper abierto a unas pocas cuadras (el Ta-Ta, una cadena que está por todo Uruguay y que tiene una tipografía casi exacta a las viejas tiendas Tía de Rosario). Pablo compró lo que para nosotros era una curiosidad pero después veríamos en todos lados: una medialuna gigante rellena de jamón y queso. Yo compré una tarta de verdura con un gusto extraño pero que el hambre no me permitió desestimar.
Por la tarde, y luego de una pequeña siesta, salimos a caminar por la ciudad vieja que, por ser domingo y tal como ya nos habían advertido, estaba prácticamente muerta. Pero a unas cuadras nomás empezaba el centro y con él los preparativos para un evento sobresaliente en Uruguay y que tuvimos la suerte de presenciar de pura casualidad: el desfile inaugural de carnaval. Debió haberse realizado el jueves anterior pero la lluvia había obligado a suspenderlo hasta ese domingo. El desfile era a lo largo de la calle 18 de julio, para lo cual temprano en la tarde ya habían cortado las calles y empezaba la tarea de acomodar las sillas y palcos (que nos recordaron a los establos de los toros campeones de la Sociedad Rural) junto a los cordones. Era un día brillante y eso aumentaba aún más la alegría que se adivinaba en la gente por vivir esa fiesta que tanto los caracteriza. Sacamos unas fotos de viejos edificios, tomamos unos mates en la plaza y volvimos al hostel porque la idea era salir en grupo a ver el desfile. Pero aunque partimos todos juntos, pronto nos perdimos del grupo: yo vi un hueco entre la multitud que no podía desaprovechar y no ya no quise moverme, acostumbrada como estoy a padecer mi baja estatura perdiéndome de ver (y sólo poder  escuchar) todos los eventos importantes.

EL CARNAVAL.
colores de carnaval
El carnaval para los uruguayos es una cosa seria. Por lo general, a mí me gustan todos los eventos que involucren mucha gente y en los que haya una celebración. La alegría no es sólo brasilera y además es contagiosa. Pero de todos modos uno se sentía un poco ajeno a ese show: el carnaval es un evento competitivo y ahí estaba la gente arengando por su grupo favorito, estallando con alguna bandera o estandarte identificador. A lo largo de nuestras vacaciones pudimos ver cómo en las radios discutían sobre el desarrollo de las noches, cuáles eran las críticas, los pálpitos y qué grupo tenía más chances de ganar. Y en la tele había un canal especialmente dedicado al carnaval las 24 hs.
En mi caso, y dada mi ignorancia en cuanto al desarrollo del evento, me costaba reconocer si lo que estaba desfilando era una de las agrupaciones o apenas un camión publicitario (ya que también estaban muy bien armados y con gran espíritu festivo). Yo sólo esperaba ver grupos de actores disfrazados al ritmo de la murga, pero para mi sorpresa también pasaban comparsas al mejor estilo carnaval brasileño u orquestas con ritmos más centroamericanos. Mientras nosotros veíamos pasar grupos más o menos grandes de personas vestidas con muchos colores y bailando frenéticamente, para el ojo entrenado sin embargo, había una clara diferenciación entre las murgas, los parodistas, los humoristas y las revistas.

Sacamos fotos y más fotos.
mascaritas
El desfile estaba anunciado para las 18 hs (habrá empezado una media hora después) y nosotros apenas nos quedamos un par de horas porque ya teníamos el cuello duro y las piernas flojas, pero por lo que pudimos saber llevó alrededor de unas cinco horas. Una curiosidad de esta edición (y por el cambio de día obligado por la lluvia) fue que “gran parte del desfile se realizó con la luz de día”, algo extraordinario. Lo que hace suponer que en otras ediciones el desfile terminó a altas horas de la madrugada.

Cuando decidimos que era hora de ir regresando, caminamos unas cuadras más para apreciar un poco el otro espectáculo, el de la gente. Era una verdadera fiesta callejera: familias enteras expectantes, niños jugando con espuma, vendedores y más vendedores de todo: máscaras, espuma, papel picado. Gente y más gente reunida a los costados de la calle sin perderse el más mínimo detalle, coreando y bailando las canciones del grupo de turno. Y nuevamente esa sensación de amabilidad en el ambiente. El entusiasmo era tanto que era imposible no sentirse contagiado. Los tambores daban ganas de bailar, las orquestan invitaban a cantar, y no te importaba que viniera alguien a tirarte espuma en la cara o mojarte con sifonazos de soda (como hizo uno de los camiones que desfilaban). Estábamos en carnaval.

Llegando a la Puerta de la Ciudadela, el lugar desde el que salían todas las agrupaciones para desfilar, pudimos tener otra dimensión de lo que allí estaba sucediendo: colectivos llenos de artistas esperando su turno, cientos de personas preparadas para el momento crucial, practicando un paso, arreglando un detalle del vestido, tomando el consabido mate para acompañar al espíritu. En Montevideo hay poetas, poetas, poetas...
carroza
Volvimos al hostel demasiado hambrientos como para lamentar que la fiesta continuara sin nosotros. Fue una cena rápida y desabrida pero no había fuerzas para más. Estábamos cansados pero alegres. Habíamos sido parte por un ratito de un festejo ajeno y la alegría duraba. Y yo sentía más entrañables aquellos versos de Jaime Roos que tanto canturreaba hace años:

…Que no se apague nunca el eco de los bombos,
que no se lleven los muñecos del tablado.
Quiero vivir en el reinado de dios Momo,
quiero ser húsar de su ejército endiablado.

Que no se apaguen las bombitas amarillas,
que no se vayan nunca más las retiradas.
Quiero cantarle una canción a Colombina,
quiero llevarme su sonrisa dibujada..

Lararará lararará larairaraira….


[Continuará]


Fotos del viaje.

.Seguir al Capítulo 3: Montevideo amable.
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martes, 17 de febrero de 2009

* Diario de viaje * 1. Comienzo Colonial

*Impresiones de mis vacaciones en Uruguay, febrero de 2009*

.Sábado 31 de enero

El viaje empezaría a la madrugada: el colectivo a Retiro salía a las 3:40 am. Nos levantamos en medio de la noche, nos dimos una ducha y como era temprano para ir a la terminal nos quedamos sentaditos en la cama, ya listos, esperando a que pasaran los minutos. Y entonces vinieron a mi mente algunos pensamientos inquietantes. En general los viajes, aunque me gustan sobremanera, me generan una pequeña ansiedad, una cosita en el estómago que no es del todo agradable y más aún si el viaje comienza a una hora tan inconveniente como la mitad de la noche. Tal vez valga aclarar que tengo una especie de mecanismo de defensa que ante situaciones difíciles (en general frente a todo tipo de situaciones, pero más aún las difíciles o excepcionales) me llevan a pensar en lo peor que podría pasar en esa situación. Un ejemplo: frente a la inminencia de un viaje pienso por supuesto en un accidente, un robo, un imprevisto que nos haga perderlos pasajes. Es algo mecánico pero con el tiempo he llegado a pensar que es una forma de prepararme ante la eventualidad de que realmente algo malo ocurra. Y en el caso contrario de que todo salga bien, agradecer a la vida y sentirme relajada. Algunos podrían llamarlo “tentar a la desgracia” pero para mí es apenas un mecanismo de defensa.
Bien, la cosa es que mientras estábamos sentaditos en silencio esperando la hora de partir yo pasaba mentalmente lista a las cosas que debíamos llevar y me preguntaba si no nos olvidaríamos algo necesario. Inmediatamente recordé una anécdota que alguna vez Tato Pavlosky (psicoanalista, actor, autor) contara en un reportaje: el momento en que huyó de la dictadura. Literalmente escapó por los techos una noche en que fueron a buscarlo a su domicilio y ya no volvió. Se escondió en casa de algunos amigos por unos días hasta que pudo salir del país. Y transitivamente pensé en todos los que como él, de un momento a otro, tuvieron que irse del país sin saber cuándo volverían, sin poder llevarse nada, sólo con lo puesto. Gracias a ese dramático pensamiento, que compartí con Pablo, mi preocupación quedó reducida a una nimiedad, un mosquito fácilmente aplastable con la mano y pensé aliviada que no, no podíamos olvidarnos nada de valor, que nada (salvo la plata y los documentos) era tan imprescindible para pasar un par de semanas fuera del país.

En la terminal de Rosario tomamos el Pulqui y aunque dudábamos de su llegada puntual arribamos a Retiro a la hora estipulada. Tomamos un taxi (con todo lo que eso implica: miedo a que te roben, miedo a que te estafen, miedo) hasta Buquebús y nos dispusimos a hacer la cola para los papeles de embarque. Estaba claro no que éramos pocos los que queríamos fugarnos de la gran ciudad: había mucha gente pero por suerte era un caos bastante organizado. Hicimos tiempo desayunando un café con leche con medialunas (que en esos momentos suelen ser más sabrosos de que costumbre) y subimos al barco “Eladia Isabel”.
El viaje fue plácido, ninguno de los temores que yo tenía acerca de los malestares que alguna vez había sufrido en otro barco (en el medio del mar) tuvo motivos para hacerse presente porque el movimiento casi ni se sentía. Miramos el horizonte alejarse y otra vez mi cabeza voló a otros tiempos y contextos, más traumáticos: los inmigrantes que llegaban a nuestro país, provenientes del viejo continente. Trataba de imaginar lo terrible que habría sido esa misma escena, mirar el horizonte alejarse, pero sin ninguna certeza. Sin saber si volverían a su tierra, si volverían a encontrarse con sus familias, sin saber a ciencia cierta qué encontrarían más allá del horizonte. Si es que sobrevivían a ese periplo. Un viaje en barco puede ser muchas cosas y lo nuestro era un juego de niños al lado de aquellas odiseas. Y por eso lo disfrutamos como tal: sacamos fotos, caminamos por cubierta, fuimos al interior, dormimos en los asientos, tomamos alguna gaseosa (el equipo de mate había quedado en la mochila grande, maldición!). Finalmente las 3 hs del viaje se hicieron un poco largas y ya no veíamos la hora de llegar.

farolitos en línea

Llegamos a Colonia de Sacramento a las 13:30, después de desembarcar a través de una larguísima manga que salía del Buquebús y que iba a dar directamente a las oficinas de la aduana. Esperamos nuestro equipaje en una sala atestada de turistas desesperados como nosotros en encontrar el suyo y partir hacia sus respectivos hoteles (por suerte nuestras mochilas aparecieron enseguida) y caminamos rumbo a la salida esperando que el trámite de ingreso no fuera muy engorroso. Pero no hubo trámites, nadie nos requisó los bolsos ni se aseguró de que no lleváramos comida (cosa que estaba prohibida por la barrera sanitaria que se anunciaba allí mismo) ni que tratáramos de pasar ninguna sustancia ilegal. Nadie retuvo o siquiera miró los papeles que llenamos en el barco, con nuestros datos y respondiendo a preguntas tales como “cuánto dinero trae”. Una mula o falsificador hubieran respirado aliviados después de haber sorteado uno de los escollos más arduos. Nosotros, honestos ciudadanos, miramos a nuestras espaldas esperando que algún empleado nos corriera señalándonos como los que “quisieron evadir la ley”. Y hasta fantaseamos hasta el último día en nuestras vacaciones pensando que en cualquier momento (en situaciones en las que solicitaban el documento tales como nuestro check in en los hoteles o al cambiar dinero) nuestro ingreso irregular al país saldría a la luz y alguien diría a viva voz: “¡Pero ustedes son los que entraron sin papeles!”.

Caminamos unas cuadras (que no eran tantas, pero eran cuesta arriba, ufa) y llegamos al Hostel El Viajero: una casona hermosa, a media cuadra de la avenida Flores, con ventanales de vidrios de colores (que a mí me encantan) y un ambiente agradable. Nuestra habitación estaba subiendo las escaleras del patio, frente a una colorida Santa Rita. Después de un baño reparador salimos a almorzar a un bar cercano. Como sólo íbamos a estar esa tarde y parte de la mañana del día siguiente en Colonia, desde tempranito salimos a caminar la ciudad.
Bajo el implacable sol de las dos de la tarde llegamos al muelle donde había una gran cantidad de pequeñas embarcaciones. Pablo vio su primer bigüá uruguayo y se dedicó a fotografiarlo con esmero. Después visitamos el turístico barrio histórico, que cuenta con construcciones añosas, con casas descascaradas y varias capas de hermosos colores; calles empedradas, carteles artesanales de azulejos o metal troquelado. Un aire poético, como de fábula, acompaña el recorrido por ese barrio colonial que está impecablemente conservado. Los autos viejos no son sólo decorados, hay muchos que, sin ser antigüedades, ayudan a conservar la imagen de un lugar quedado en el tiempo. Claro que esa sensación es constantemente resquebrajada por las lujosas camionetas y autos modernos que transitan la ciudad, en su mayoría turistas venidos de Buenos Aires y en tránsito con destinos más fashion como Punta del Este.
Acercarnos a la costa nos trajo la primera sensación clara de que estábamos más cerca del mar. Si bien todavía teníamos frente a nosotros al Río de la Plata, había algo en el sonido, en la forma en cómo rompían las olas, que nos decía que íbamos por buen camino. Subimos al faro, que en la entrada tenía una clara advertencia sobre lo bajas que eran las puertas e instaba al visitante a ser cuidadoso. Fue Pablo el que me avisó del cartel y, fiel a la Ley de Murphy, eso no impidió que se diera un buen golpe cuando llegamos arriba y salimos a disfrutar de la vista. No es un faro muy alto, pero lo suficiente para poder admirar todo el barrio colonial y la inmensidad del río. Seguimos caminando y pasamos por más callecitas con faroles, muros viejísimos, casas con muchas flores. Y por una costanera que tiene un balcón discreto pero constante a lo largo de toda la costa.

oteando el horizonte

Cuando nuestras piernas y el calor nos pedían un descanso, insistí en tomar un helado. Gran error. Los helados no son el fuerte uruguayo pero además en Colonia parece ser que son el “débil”. Una cosa tan fea, sin gusto, derretido, sin consistencia. Y caro. Lo terminamos igual, con la resignación del visitante no advertido sobre los “in” y “out” de Colonia, y seguimos nuestro camino. Para entonces ya estábamos bastante agotados, teníamos encima las horas de viaje, el cansancio de cargar las mochilas, el calor. Decidimos buscar algo para comer y volver al hostel. En el camino pudimos presenciar un evento que llenaba las veredas y cortaba la avenida principal: por la avenida del Gral. Flores se estaba llevando a cabo una carrera de cartings (piloteados por jóvenes de unos 13 años según decía el locutor) que iban a gran velocidad, pasando a escasa distancia del público que miraba el espectáculo desde la vereda. No había vallas, ni neumáticos que amortiguaran un posible despiste y el ruido de los autitos sumado a las vociferaciones del locutor que desparramaba sus alaridos a lo largo de la avenida gracias a un prolijo dispositivo de altoparlantes distribuidos en todas las cuadras, hacían que caminar por ahí fuera insoportable. Conseguidos nuestros víveres, huimos bajando por una calle lateral. Apenas una cuadra más abajo, nada de ese batifondo existía. Llegamos al hostel, cenamos y nos dormimos tempranito, exhaustos.

. Domingo 1 de febrero

Ya descansados y desayunados, decidimos aprovechar los 45 minutos que nos quedaban antes de tomar el colectivo hacia Montevideo. Fuimos a caminar por la costanera, por una zona que no habíamos transitado todavía. No hubo sorpresas ni vistas impresionantes, pero sí un reconfortante silencio general, una serena quietud de una ciudad que aún no había despertado del todo. Volvimos al Hostel, cargamos nuestros bolsos y partimos hacia la terminal donde tomaríamos el micro que nos llevaría a la capital en sólo dos horas de viaje.

[Continuará]
Fotos del viaje

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