lunes, 11 de abril de 2011

Juan Sin Miedo

Hoy estoy triste. El abuelo sigue tosiendo todo el día. Y a la noche también. Resién cuando entré a la pieza estaba escupiendo unas cosas rojas, a mi me paresían sangre, pero no se. Igual me siguió contando la historia de Juan Sin Miedo. A mí me encantan. El otro día en la escuela elejí ese tema para la redacción que había que hacer en lengua y la señorita me felicitó. Me dijo que un poco fantaziosa pero que estava linda. La que me contó hoy era en un bar oscuro donde se peleaban 4 borrachos con olor a vino por un partido de truco. El abuelo me dijo que me va a enseniar a jugar al truco, pero que primero tengo que aprender a mentir.
Lamentablemente aprendí a mentir muy tarde, cuando él ya no podía enseñarme. Tal vez por eso nunca aprendí a jugar al truco. Por aquel entonces yo creía que mi abuelo era un mentiroso empedernido, cosa que a veces le reprochaba. Como cuando me contaba su saga de Juan Sin Miedo: tan desmesuradas eran sus hazañas que yo dudaba. Pero la fascinación podía más y entonces éramos cómplices. Yo necesitaba tanto de esas mentiras como él de la verdad de mi silencio. Después entendí que más que mentiroso era un ilusionista. Le gustaba jugar con esa delgada línea que separa la realidad de la ficción. Le gustaba jugar: a que se enojaba, a que se las sabía todas, a que se moría.
A mi me parese que el abuelo se va a morir pronto. Me lo dijo él. Me dijo que ayer lo vino a buscar “la que te jedi”, así dice él, pero yo sé que es la muerte. Dice que anoche vino y se paró en la puerta de la pieza, que le hizo senias de que se tenían que ir pero él no quizo, que viniera otro día. ¿Se le podrá pedir a la muerte que venga después?. Me dijo que estaba como siempre, por que ya vino otras veses, con una cosa blanca, como una sábana y un coso en la mano, un trincheto o algo así. Ojalá que vuelva en un mes así el abuelo está un ratito más con nosotros. Yo sé que se va a morir porque él me lo dice siempre. Y ya se sabe que los viejitos alguna ves se mueren. Y también me dijo que yo soy la encargada de “superavisar” cuando lo acomoden en el cajón. Que no quiere que lo vistan de santo y nada de ponerme las manos rezando me dijo. Que le gusta con las manos cruzadas sobre el pecho, cómo drácula (a mi me dio impreción que se quiera parecer a drácula) o a los costados, pero rezando no. Ah, y que no tiene que estar despeinado.
Tal vez yo pensaba que escribiendo podía mantenerlo un poquito más con vida. Porque a partir del mismo día en que murió no volví a escribir en el cuaderno de florcitas amarillas. Ahora que lo pienso, no me dejaron supervisar la vestimenta pero sí recuerdo con claridad lo satisfecha que me ponía ver que no estaba rezando en su propio velorio. Los mayores no entendían muy bien esa escena entre bizarra y naif de una niña de 10 años sin rastros de llanto acariciando la cabellera de un difunto, por más abuelo que fuera. Pero él me había preparado sabia y pacientemente para ese momento y para mí era natural. Su partida no fue un vacío o una pérdida. Me siguió acompañando desde su alter ego que, justamente, era inmortal. Y mientras releo aquellas peripecias de Juan Sin Miedo voy entendiendo que además de la muerte, mi abuelo me enseñó a creer en el poder oculto de las historias, que siempre esconden retazos de verdad aunque sean puros inventos.
Me da verguensa preguntarle al abuelo, me parece que es una mala palabra. Me acordé y lo busqué en el diccionario pero no está. El dice siempre “upite” y yo quiero saber. Con H tampoco está. Por las dudas no la repito, no vaya a ser que mamá mire esto. Porque resulta que hoy Juan Sin Miedo estaba en el ipódromo de incócnito (porque él solamente aparece cuando se nececita) y había uno de los caballos que corrían que iva más adelante que los otros, “como si tuviera fuego en el upite” dijo el abuelo. ¿será la cola? O por ahí es lo otro. No sé, le voy a tener que preguntar. Bueno, resulta que este caballo iva ganando pero de golpe faltando re poquito para la yegada se queda quieto y al final gana otro que venía atrás. Y como este que se quedó parado era el que la tenía fija (todos le habían apostado mucha plata para que ganara) se armó una pelea bárbara. Se empesaron a pegar, le tiraban con cosas y ahí nomás Juan Sin Miedo que estava carmuflado en la tribuna pegó un salto ornamentalicio y cayó justito arriba del caballo (el que lo manejaba ya había salido disparado porque le querían pegar) y lo hizo salir corriendo más rápido que antes. Pero no para ganar sino para mostrarles a todos que él corría cuando se le antojaba porque naides (me parece que se dice “nadies” pero el abuelo dice “naides”) le iba a decir lo que tenía que hacer. De golpe no los vieron más. Y ahora, en vez de fuego ahí paresía que tenía alas.
Ya siendo adolescente incorporaría un nuevo vocablo, que esta vez venía de mi madre. “Boca de excusado” me reprocharía cada vez que yo insistía en usar un lenguaje poco apropiado para una señorita. Y probablemente ese vocabulario pendenciero lo hubiera heredado también de mi abuelo. Era muy mal hablado, pero sus improperios eran tan naturales en él que no molestaban. De hecho, sólo “upite” me quedó en la memoria como una palabra áspera, hasta rara de pronunciar. Pero todas las otras formaban parte de su discurrir cotidiano; una especie de lunfardo gauchesco del que pocas veces se alejaba para dejar escapar alguna imagen curiosamente poética, como esas flores blancas que nacen al borde de las zanjas, erguidas y resplandecientes. No dominaba el arte de la sutileza, pero ése era apenas un detalle en su desbordante universo.
El abuelo tiene cada ocurrensia. Hoy nos hizo reir mucho porque mamá le dio ígado para comer (a nosotros nos hizo milanesas) y como después había flan de chocolate de postre el abuelo se quejaba en broma diciendo “¡otra vez ígado!” y no quería creer que era flan. A veces no me queda claro si se enoja de en serio o no. A mi me parece que lo haze para hacerla enojar a mamá. Y a veces piensa raro también porque cuando se largó a llover re fuerte se le ocurrió decir “qué linda noche pa los chorros”. Pero no los chorros de agua, él decía los ladrones. Y yo no entiendo por qué va a ser linda noche para los chorros, si salen a robar se les ban a mojar todas las cosas que roban. O a lo mejor es porque todos nos asustamos con los rallos y los truenos y es más fácil robarle a los que ya están asustados. No se. Igual, el abuelo me dice que no tengo que tener miedo porque para eso está Juan Sin Miedo, que ya las pasó a todas y que no hay nada que le dé julepe. Y que justamente por eso se ocupa de cuidar a los chicos que tienen miedo. Mi mamá me dice que el que nos cuida es el ángel de la guardia, pero el abuelo dice que no, que eso es puro verso. Que si yo tengo miedo de algo diga en vos alta el versito que me hizo repetir hasta que me salió de corrido:
“En la cruzada hay peligros
pero ni aún esto me aterra
yo ruedo sobre la tierra
arrastrao por mi destino
y si erramos el camino
Juan Sin Miedo me lo ensenia”.
Y claro que me lo enseñó. No recuerdo tener miedo a la oscuridad, ni a los truenos ni a la soledad. Y todo gracias a Juan Sin Miedo, o a mi abuelo. El versito, que ya había desterrado a aquél otro que decía “ángel de la guarda, dulce compañía...”, lo fui olvidando de a poco. Volvió a mí de una forma inesperada: leyendo un libro para la escuela lo reconocí de inmediato y por un momento llegué a pensar que José Hernández había plagiado a mi abuelo. Pero no, había sido mi abuelo el que había sustraído silenciosamente esa estrofa del Martín Fierro y me la había ofrecido, luego de las modificaciones necesarias, como la plegaria de Juan Sin Miedo. Entonces entendí que no era sólo una estrofa; mi abuelo todo estaba en ese libro que hablaba de gauchos, caballos y caminos. A veces era Cruz, a veces el Viejo Vizcacha y la mayoría del tiempo era el propio Fierro. Su cara, incluso, era igualita a la que yo me imaginaba del gaucho aún antes de encontrar la coincidencia poética: angulosa, de piel oscura y arrugada, nariz prominente, bigote tupido. Y entonces pensé que mi abuelo también era un poeta, pero que no se había podido dar el lujo de escribir un libro (“los poetas son todos maricones” tal vez habría dicho). En cambio, había creado un superhéroe para su nieta inventándole un mundo perfectamente real. Le había dado status de inmortal, de justiciero, ése que tal vez él mismo habría querido a la hora de enfrentarse a sus propios demonios. Ya de grande pude ir delineando un perfil más humano y menos endiosado de mi abuelo, por comentarios que mi madre dejaba escapar sólo al pasar. Las palabras “autoritario”, “duro”, “impiadoso” me empezaron a hacer ruido en la imagen cristalina que tenía de él. “Pero con los nietos... era otra persona” también diría mi mamá y eso terminó por equilibrar la balanza.
Casi no guardo fotos suyas pero no me hacen falta, de tan vivo que es su recuerdo. Y me cuesta dejar de pensarlo como el rey que yo creía porque hasta nombre importante tenía. Mi abuelo se llamaba Cornelio Carlomagno y todo en él era absoluto. Si lo recuerdo sentado en su mecedora me parece verlo en un trono. ¿Querés que te hamaque abuelo?. Aunque fuera víctima de los juegos que inventábamos con mi prima. Pará abuelo, que no terminamos de atarte los ruleros, ¿a ver cómo te quedan los aros?. Y si lo recuerdo postrado en su cama, se me antoja envuelto en mantas de terciopelo púrpura y anillos de oro. A ver abu, dejá que te arreglo la frazada que se está cayendo ¿de dónde sacaste esa arandela?. Yo te prometo que te peino en el velorio pero vos enseñame a jugar. Si esta noche vuelve la que te jedi, llamame a mí. Yo le digo que se vaya y no joda más. Vos no tengas miedo. Dale, recemos juntos, en la cruzada hay peligros....